Filiación divina y violencia

La violencia y la corrupción, el mal en general,  están en todas partes, en mayor o menor grado. Pero, ¿qué tiene que ver esto con la filiación divina?

Muchos no saben que son hijos de Dios, por haber recibido el Bautismo. Como hijos adoptivos se obtiene el derecho al cielo, por medio de  la gracia santificante infundida por el sacramento del Bautismo.

Pero hay más personas todavía que desconocen que pierden esta filiación divina con el pecado mortal, y se "muere" así como hijo adoptivo de Dios. Con el pecado se pierde la gracia santificante y lo que ella implica.

La filiación divina nos da derecho al cielo, pero el derecho se pierde cuando se pierde aquélla. Claro que siempre queda el carácter conferido por el Bautismo, que viene a ser como una marca de pertenencia a Dios. Por el pecado se pierde la dignidad de hijo, pero no el carácter de pertenencia que le permitirá siempre regresar a la casa del Padre.

Cuando el hijo pródigo vuelve a casa, según se narra en la parábola del evangelio de san Lucas, se dice expresamente que "estaba muerto y ha vuelto a la vida". En el plano humano, cuando se es hijo se es para siempre; pero este no es caso en adopción del hombre hecha por Dios, pues el hombre puede rechazar la gracia.

La maravilla de esta verdad estriba en que somos hermanos de los demás, al ser hijos del mismo Dios.  El panorama, sin embargo, cambia cuando, al faltar la gracia, cada quien se dedica a lo suyo, a sacar ventaja de los demás. Esto es así porque por el pecado se deja de crecer en libertad y en caridad: se pasa a depender del diablo donde no hay siquiera un resquicio de amor. 

En la filiación humana no se puede crecer, se es hijo para siempre. Pero en la filiación divina sí se puede crecer porque se participa en la esencia divina, gradualmente, según se vaya correspondiendo a la gracia dada. O se pierde todo al rechazar a Dios.

De ahí que el auge de la corrupción y la violencia en el mundo va en proporción directa con el no vivir como hermano de los demás hombres. El hombre desconoce la semejanza que le une con los demás, y empieza a utilizar a las personas como objetos, según su conveniencia, llegando a extremos inverosímiles. Esto es más triste cuando ocurre en países de arraigada tradición cristiana.

Se puede aducir que también los hombres no bautizados participan de la filiación a Dios como criaturas humanas; es cierto,  y no desaparece nunca esa relación con la persona porque está hecha a imagen y semejanza de su Creador. Pero participar de la santidad de Dios va más allá de ser criatura; es harina de otro costal, pues sólo se logra por medio de la gracia santificante, un don  del que ya hemos hablado.

Este es un tema difícil, pero tal vez nos sirva para ir calando cómo el mal va corrompiendo la conciencia del hombre, si  deja de escuchar lo que Dios, su Padre,  le va pidiendo. Salirse con la suya aun a costa del bien de los demás, siempre es malo. Nunca está permitido perpetrar un mal. Y la violencia es el mal en grado sumo. 

La esperanza viene de que se puede recuperar la filiación divina perdida por medio del sacramento de la confesión. Al confesar la culpa, como el hijo pródigo, regresa la gracia y se hace una gran fiesta.

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