El Papa en Europa: Sin Dios no habrá paz

El papa Francisco no se ha mordido la lengua. Su visita al Parlamento Europeo y al Consejo de Europa, ha despertado curiosidad y entusiasmo.

Se ha dirigido a temas que, si bien no son novedad, no se suelen tocar con la sencillez y el aplomo con el que hoy, lo ha hecho el Papa.

Si tuviéramos que resumir el discurso de más de media hora e el Parlamento, en frente de una Europa a la que ha llamado vieja y carente de vigor, diríamos que el nervio de su presentación se centraba en esa pérdida de la raíces cristianas, que nos deja sin la sensibilidad necesaria para acoger a todos y para emprender sin miedos.

En última instancia, el verdadero  problema consiste en el olvido de Dios. Sin su presencia, el corazón del hombre se cierra en sí mismo, y llega a ser indiferente a los problemas del próximo. Pero ni siquiera así el egoísta obtiene la felicidad que busca. Gasta su vida hablando de una ecología que ya no es humana; de una economía que ha perdido de vista a la persona a la que debe servir; de silencio ante la destrucción de la vida que, diariamente, ocurre ante sus ojos.

Quienes más simpatía deberían haber expresado por estas ideas, la izquierda europea, abandonaron el recinto porque, según ellos, se vulneraba la laicidad de este Parlamento. Desde luego, no sale uno de su asombro al ver que los conceptos se definen según la conveniencia del interesado. La estrechez de miras de estos grupos, lamentable.

Laicidad significa la no confesionalidad de un régimen o partido político, que por lo mismo, se puede abrir a todos los puntos de vista. Al invitar al Papa al Parlamento europeo, por muy católico que sea, no se le invita como cabeza de una religión específica para que perore sobre ella, sino que, por la autoridad moral que tiene este personaje, se le anima  a pronunciarse en este ámbito político con libertad porque se sabe que tiene autoridad para tratar sobre temas que a todos les conciernen. El Parlamento entonces, de acuerdo con la laicidad que presume, se abre al diálogo con quien puede expresar sus puntos de vista sobre el bien común de Europa. Y bien puede ser que la falta de diálogo en esa Europa heredera de Platón, entre otros, sea uno de los peores males de hoy, aunque nadie deje de hablar.

La ovación final, y también las interrupciones con aplausos durante el discurso del papa Francisco, prueban  que la invitación fue acertada y muy bien recibida, y que sus palabras iban al corazón de muchos de los problemas centrales de la vieja Europa y al de los parlamentarios.

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