Atreverse a dar razón de nuestra existencia: las cosas son porque Dios es

El hombre tiende, lo ha hecho siempre, a dar cuenta de la realidad que lo envuelve. Se apoya en la razón, su compañía durante el viaje de la vida.

La primera lección, aprendida de una forma natural, desde la niñez, se llama realismo, es decir, todas las cosas sensibles que nos rodean son verdaderas. Los sentidos no nos engañan, como se ha dicho alguna vez en la historia del pensamiento.

Pero, los sentidos no nos dicen toda verdad. Hay verdades de primera magnitud, importantes para el hombre, y se aprenden intelectualmente. El entendimiento humano, sin hacer juicios, va captando la verdad de las cosas, y comprueba cómo una se enlaza con otra.  Las verdades del corazón se unen sin confundirse, y ahí se junta el amor, el sentido de la vida, el principio y el fin del hombre... Pero son las cosas mismas las que nos hablan de Dios, de su creador.

Por ejemplo, para que algo sea, debe recibir el ser, en primer lugar. Y debe recibirlo de  quien lo tenga en propiedad: el verum esse. No se puede dar el salto de algo a alguien, aunque el empeño puesto por el transicionalismo, hoy tan de moda, quiera vendernos el absurdo como si no pasara nada, como una moda más de este mundo cuajado de relativismo. Se quiere llevar la realidad del movimiento, del cambio natural operado en las cosas, a la  indeterminación absoluta, que se apodera de nuestro pensamiento, cuando seguimos la moda con desapego a la verdad.

El paso gradual de la nada al ser, el paso del ser algo a ser alguien, el paso de ser hombre sexuado a ser lo que uno elija...no existe. Explotar la evolución  más allá de sus límites conduce a la fantasía.  El desprecio del verum esse, Dios, del que provienen todas las cosas que son porque así lo ha querido, nos conduce a ideologías casi irracionales acerca del hombre, su origen, y el del universo: lo cambiante como un ser en sí mismo. La idea que, con el tiempo, llega a existir. Cuesta admitir, cuando se piensa de esta manera, en la identidad de esencia y existencia, tal como se da en Dios, sin recurrir al tiempo.

Tal como aparece en el último verso de la Divina Comedia, "el amor che muove il Sole e l'Altre stelle", nos dice de la esencia divina y nuestra presencia en el mundo: es el amor que mueve. Sin el amor en el universo, todo volvería a la nada. Tan fuerte y necesario es el amor para nosotros, para seguirnos moviendo en libertad. Es decir, el amor nos quiere para algo. De ahí el sentido de la libertad, que debemos buscar, no referido solamente a un mover físico sino integral, incluyendo el del espíritu.

Desde luego, ese sentido ni puede estar en acabar con la vida, como hoy tantos pretenden de diferentes maneras, ni menos aún impedirla, pues se acabaría la posibilidad de disfrutar todo lo implicado por ella, de la felicidad.

Es decir, al "ver" una cosa nos quedamos con algo más que la figura material. Se abstrae, sin duda alguna, éso, una intuición que, sin haber visto cada uno de los miembros de una especie, sabemos que pertenece a ella. De ahí surge el concepto para llamar las cosas por su nombre. Jamás  confundiremos al "hombre" con un animal de otra especie. Hay un cierto "orden" en cada cosa, suficiente para calar su naturaleza.

Y la palabra nacida al abrigo del concepto se refiere y llama la cosa real, y nos pretende mostrar la verdad que se encierra en la "realidad que nos envuelve". Sólo el Ser tenido en propiedad, puede transferir el ser; los padres colaboran con su apertura a esta donación, pero no crean el ser recibido. No pueden, por tanto, entretenerse en la manipulación mecánica de lo que no les pertenece.

Cuando se destruye el orden natural, se destruye la amistad con el Creador.



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