La seducción de las palabras


¿Pueden seducir las palabras?

Hay quienes dicen que las palabras se las lleva el viento. Otros, siguiendo el relato más antiguo del Génesis, se apoyan en la contestación de Eva a Yahvé: "La serpiente me sedujo, y comí".

Platón, en diferentes momentos de su vida, niega y afirma la seducción por la palabra. El problema parece estar en la distancia con la realidad. El poner las palabras en su sitio, es decir, para referirse a la realidad que invocan, requiere de un esfuerzo intelectual no siempre al alcance de la mayoría. De ahí se deduce que la lejanía con la realidad puede facilitar el efecto seductor de las voces escuchadas o pensadas.

Sin embargo, podríamos argüir, incluso en aquellos casos en donde la falta de preparación intelectual de algunos o su falta de voluntad para encarar un planteamiento, nos hace topar con un elemento más: la ley natural. ´

Nunca se insistirá lo suficiente en este punto. El hombre no es un ser puesto en la creación para quedar a merced de los elementos. Tiene un fin. No es aleatorio el que se pueda alcanzar o no esa meta, a la que apunta nuestra naturaleza.

Si los entes materiales, muy inferiores al hombre, cumplen su destino en el universo en que están pero no comprende, el hombre, que sí entiende su posición en el cosmos, sabe si esas acciones personales a realizar, cumplen o no con el cometido de conducirle al fin que le es propio. Todo esto, de una manera natural; sin artificios ni enseñanza de ninguna clase.

Por tanto, en el caso de las palabras, vemos que el hombre puede hablar para que pueda nombrar las cosas que existen en la creación. Si no hubiera cosas, no tendría nada que nombrar; pero tampoco las podría nombrar si nos conociera las cosas en lo que realmente son. Un perro ve cosas, pero su conocimiento de ellas no alcanza a su esencia. Por eso, la facultad de hablar no tendría ningún sentido si la tuviera. Sería algo supérfluo.

En resumen, las palabras seducen, aturden, encantan cuando quien las oye no reflexiona sobre la relación con las cosas a las que se refiere. De ahí que Platón tenga razón en su argumento cuando se refiere a quienes no saben, es decir, a quienes no usan de la inteligencia para conocer lo real que se les presenta.

Sin embargo, Platón no repara en esa ley natural que todo hombre tiene a la hora de juzgar en conciencia, si debe o no aceptar lo que se le dice como si fuera un hecho. Por supuesto, la mayoría no sabe de las cuestiones que ocurren en países lejanos, y "se dejan llevar" por lo que les dicen otros sobre los hechos ocurridos en esos lugares.

Pero este no es el problema, ya que aceptar o no estos decires de otros, no supone muchas veces, una cuestión moral pues no se tienen los elementos suficientes para decidir de una u otra manera. Es el caso de las opiniones: se acepta lo dicho con temor de que la posición contraria pudiera ser verdad.

En definitiva, tiene gran responsabilidad quien dice algo sobre las cosas, sobre las personas. Si no fuera verdad y fuera consciente de ello, falta a ese mínimo de ética que se requiere de todo individuo, especialmente, de quienes se dedican a ello profesionalmente.

En caso de duda, uno no tiene por qué decir lo que no sabe, hasta que la disipe. Si no, es mejor estar callado. Y quien recibe la voz, asimismo, debe obrar en conciencia, es decir, si cree o no a la persona portadora del recado por medio de la palabra. 

La persona, en última instancia, no las palabras, es quien decide sobre esas voces escuchadas. De ahí que quien seduce no es la palabra, sino uno mismo.










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