Herodes y la fuerza de la caridad






Este deseo de san Juan María Vianney, conocido como el cura de Ars (1786-1859), se logra al ir avanzando, paso a paso, en la caridad. El amor se presta a todo mientras se mantenga el ego personal a raya. El amor se afirma en la contemplación del otro al verlo experimentar con alegría el bien que le causa ese detalle concreto en la convivencia amable.

Esta situación amorosa de la persona encierra dos estados simultáneos. Por un lado, se sufre al privarse de algo que, siendo atesorado, se entrega sin embargo  al otro. Esta privación requiere siempre de esfuerzo (tanto mayor cuanto más cercana del corazón se encuentre la dádiva), y precisa de un serio dominio de la voluntad para  negarse a sí mismo ese bien en favor del prójimo.

Pero al mismo tiempo, la dicha de ver la satisfacción, la felicidad ajena por mi causa, es de tal magnitud, que se estaría dispuesto mil veces a repetir la acción por muy dolorosa que fuera. Por ejemplo, la entrega de los padres en la educación de los hijos, o presenciar los rostros de alegría de quienes  han recibido un regalo en Navidad sin sospechar el esfuerzo implícito en tal gesto.

Por eso se suele decir que hay más dicha en dar que en recibir. El beneficiario de nuestra acción se alegra, pero se queda con el pendiente de ser  deudor, un desequilibrio que se trata de compensar con muestras de agradecimiento.

El caso raro se daría cuando el receptor del favor lo tomara como si  lo mereciera, y, por tanto, no ve que tenga que corresponder con una acción recíproca dando las gracias, por ejemplo. Puede incluso llegar a pensar el tal sujeto que los demás, todos,  deberían obrar de modo similar si realmente supieran apreciar la valía de nuestras acciones.

No se da cuenta,  quien obra así, de que esos, los demás, son sus semejantes. Que esa acción halagadora recibida con tanto gozo, debería llevarle a realizar lo mismo con alguien más. 

En vano. Todo lo recibido de los otros parece poco, insuficiente a sus méritos. De esta manera, vivir junto una persona así, llega a ser  un lento martirio. Y si por una casualidad, ese egoísta llegara a tener poder, crearía en su entorno tal ambiente de lambisconería, de adulación sin remilgos, que costaría incluso respirar en ese aire falso y amenazante. Caso del presidente de Corea del Norte.

Sin duda, una peripecia, un cambio de fortuna en la vida de tal personaje, equivaldría para él a una desgracia inmerecida pues no llegaría a entender el porqué. Pero el cambio de estado de cosas, inesperado, preocuparía sobremanera a sus subalternos, porque a ellos se les va a achacar la variación de fortuna de su jefe, quien, según su visión obcecada y chata, sigue mereciéndolo todo. En la actualidad se teje esta tragedia en la vida del pueblo venezolano, con Maduro

Es decir, en vez de producirse un liberación en el estado de cosas de los subordinados al caer de su trono, inmerecido podríamos decir, quien ostentaba el poder, se quiere encumbrar en su ceguera a su posición original, aunque todos ven cómo va dando trompicones hacia el precipicio de su propia nada. Se parece mucho al caso de Cristina Fernández, ex presidenta de Argentina.

Cuando a personas así les faltan argumentos, insultan o se agreden (caso del candidato socialista a la presidencia que insultó al jeje de gobierno de España durante un debate televisado hace dos días. O se recurre a un golpe a traición contra este mismo jefe del país español mientras visitaba una provincia al día siguiente).

También podría ser este el caso del rey Herodes. Quienes le sirven se manejaban con temor. La ciudad de Jerusalén se entera de que unos "Magos", venidos de Oriente, preguntaban por un rey recién nacido y se alarman. Sabían muy  bien que ese mencionado rey no era un descendiente de Herodes. Entonces, como conocían bien a su jerarca, esperaban de él una reacción desproporcionada incluso contra ellos mismos, habitantes de la ciudad principal de su reino. La historia acaba con la matanza de los niños menores de dos años, una representación en vivo del mito de Saturno, devorador de sus propios hijos. Y la huída de la Sagrada Familia a Egipto.



De aquí que la vida en esta tierra va siempre tejida de ambivalencia, de claroscuros: el gozo y la alegría parecen nutrirse del dolor de una contrariedad inesperada en la vida personal. Si se quiere erradicar esa dualidad existente  reduciéndola a una alta definición, conveniente, singular, carente de dolor o de incomodidad, en seguida aparecerán  los extremos, aunque no se quiera, el de  la tiranía o la crueldad del Saturno encarnado, o el del menosprecio, opuesto al anterior, de quienes en la historia, como los albigenses, pretenden someter la dimensión  material del hombre a la simplicidad de la sola vida del espíritu, y así no empañarlo con el barro de la materia que incluso se da en el matrimonio.

En el librito Camino, se nos dice, tal vez por eso, que la alegría tiene sus raíces en forma de cruz, luces y sombras, que, de otra parte, nunca se niega  a los que Dios quiere, como vemos en el caso de José y de María, avanzando en estos días, poco a poco, hacia Belén.

Saturno devora a sus hijos, Peter Paul Rubens, 1636.























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