familia y soledad



Alberto Giacometti (1901-1966), suizo, sin pretenderlo quizá nos da la imagen de la soledad con su escultura en bronce "El hombre que camina", vendida no hace mucho por 104 millones de dólares. En esta pieza el artista ser preocupa "sólo" por captar el movimiento. En su vida social, Pablo Ruiz Picasso y Jean Paul Sartre fueron sus amigos.






Cada vez resulta más común leer la nota 
cronológica de algún personaje en el periódico
y no saber, al final, si tenía familia. 

¿Estaba casado?, ¿tenía hijos?, ¿cómo era su vida de familia?, ¿padres?, ¿abuelos? Son aspectos que, a la hora de la muerte, ya no se estiman de gran valía, no porque no la tengan, sino porque los periodistas no los citan en la nota del deceso. Para evitar disquisiciones sobre el concepto de familia, la ignoran. En el caso de una mujer con cierta fama, no queda sin mención si militaba en los foros feministas, como una medalla ganada en la lucha de la igualdad de género.


                               La Simone de Beauvoir, compañera de Sartre, a quien le pasaba sus               conquistas personales de las jóvenes del colegio donde enseñaba,  incitó a este camino del feminismo egocéntrico,  mientras en Francia se vivía ya el renacer del espíritu con    el "personalismo", filosofía que ve a la persona como otro yo,  un ser trascendente en     relación, animado por el amor, como es el caso de  la filosofía de  Gabriel Marcel, por                                               ejemplo, coetáneo y antiguo amigo de los pensadores citados.
La serenidad, propia de una relación amorosa, se capta bien por el pintor Murillo en esta imagen, proveniente de una familia de 14 hermanos, quien procreó una familia de nueve hijos. Contrasta con la soledad caminante hacia no se sabe dónde, de Giacometti.



Hay una diferencia entre miedo y angustia. Marcel experimentó el miedo; Sartre, angustia. Mientras el primero se refiere a "algo", la angustia radica en la "nada".  La posición que admite la trascendencia ve, sin duda, su propia nada, su ser miserable, como diría Julián Marías, y entonces se produce la necesidad de agarrarse a la gracia que a nadie se niega, y así se da el gran salto, no hacia "adelante" al estilo Mao, sino hacia las alturas, como con el "eterno femenino" de Goethe. Por el contrario, la posición materialista sólo puede fisgar intelectualmente la "contingencia", la limitación, y de ahí trata de edificar un humanismo, siempre lleno de carencias, de retazos de uno mismo, que producen "náuseas", sin esperanza posible en una horizonte cerrado por la bruma intelectual.

Mirarse el ombligo no lleva sino a desentenderse de los demás, que desemboca en  una especie de "gamofobia", el miedo a la unión, al compromiso. La soledad se convierte en el premio a esa elección. Por eso, "no es bueno para el hombre estar solo", pues sólo Dios puede sacar el mal que se lleva dentro. El mal hecho se arraiga en el ser.

La soledad no se refiere aquí a la falta de compañía física de un semejante, sino a la absoluta soledad de los sin Dios. Sólo de la unión con él se puede adentrar y perseverar en la unión con los demás, con la esposa, con los amigos, y encontrar la paciencia necesaria en el trato con quienes quieren ser nuestros enemigos. 

Es de esta unión con quien nos ha creado donde surge la energía y la esperanza de encontrar poco a poco, a base de mirar con cariño lo que nos rodea,  la semblanza de ese creador nuestro que ha puesto una rapsodia distinta de su sinfonía sin límites, en cada rostro, en cada una de las cosas.

En efecto, lo que congrega hoy en el mundo es la familia. Yo diría que casi es lo único que congrega, el único espacio donde, como decía el hoy san Juan Pablo II, "se puede ser uno mismo". Buena parte del problema de las divisiones de hoy, se arreglaría en familia, no en la ONU o en alguna de sus dependencias.

Por tanto, todas las medidas para robustecer la familia, son pocas. De lo contrario, se contribuye a facilitar la división, la huída, un verdadero suicidio, aunque lo apruebe la Suprema Corte de leguleyos.







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