Como ovejas sin pastor










La voluntad es oveja; la inteligencia, pastor.
Este símil, aun con los riesgos de toda simplificación, nos puede aclarar un tema de suyo complejo.

En la historia del pensamiento ha habido mil disquisiciones sobre el papel de la voluntad y el de la inteligencia, que arrancan desde la época clásica griega.

La gente quiere hacer las cosas bien, pero, como se lamentaba san Pablo, acaban haciendo el mal que no quieren. ¿Cómo puede ser esto?


Sin duda. A veces las pasiones, los sentimientos, viajando encuentran entre las rendijas de la voluntad y de la inteligencia el acceso a la autopista libre, y conducen sin licencia a unas velocidades de vértigo. Pero también la falta del conocimiento necesario puede perturbar el orden de la acción.

Por supuesto, siempre conocemos ex umbris, entre sombras, de  forma velada, sobre todo si hablamos del conocimiento supremo que es Dios, el máximo bien. Pero esta limitante de todo hombre no impide que el amor de complacencia (no el de concupiscencia) mueva la voluntad hacia ese tan alto bien. Sin embargo, siempre se requiere de ese mínimo de conocimiento sin el que la voluntad no se mueve.

Tampoco la afirmación anterior significa aceptar esa especie de "intelectualismo ético" consistente en afirmar que, basta con que se conozca para que la voluntad se determine a la acción, una postura también clásica, a partir de Sócrates.

La voluntad requiere de hábitos que se incorporan a nuestra naturaleza mediante el ejercicio de optar por lo bueno, por el bien que la razón discierne. Podemos querer ganar el maratón, sí, algo que es bueno, pero falta el ejercicio diario que vaya consolidando la tendencia en un soporte firme. Es decir, la libertad a la voluntad le es dada por los hábitos. No basta sólo conocer; hay que acostumbrase a obrar pedetemptim, paso a paso, suavemente.

Este es el camino de la virtud, siempre adquirida, que más allá de los actos de la voluntad, va dirigiéndolos hacia el fin que les es propio, dejando atrás ese obrar a ciegas, o "a tontas y a locas", como dice la sabiduría popular. 

La importancia de todo lo anterior radica en que al hombre se le vaya a juzgar por "sus obras", no por los buenos deseos, ni tampoco por sus conocimientos. Claro, que al que mucho conoce se le exigirá más. "Que recen por mí los que creen en Dios", dice una provocadora periodista, pero que no es tonta, pues admite la posibilidad de que así sea, aunque se burla de ella. Viene a decir: Quizá me salve sin querer, lo que es absurdo. 

En el fondo de toda conversión hay un querer, por mínimo que fuere. San Agustín entendió muy bien en sus devaneos, que el Dios que te creó sin tu consentimiento, no te salvará sin él. 

La persona es un todo complejo. Por ello se debe ir formando la gente, sin dejar lo más importante, lo único necesario, para el final.

De considerar todo esto, he querido dejar el símil del "buen pastor y la oveja" para encarar este tema, por lo demás, sinuoso, como puede verse en su desarrollo histórico. Pero podemos resumir diciendo que, cuando a la voluntad le falta el pastor, se pierde.

Se pierde la persona entera.



























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