Saber divertirse

Los sinvergüenzas del mundo "tienen" la palabra. Pero, como siempre, su palabra es ambigua, incompleta, vana.

Para empezar, sin casi darnos cuenta, nos han situado en el mundo de los derechos. Nos han vendido la idea de que todos tenemos derechos y, por tanto,  debemos exigirlos cuando no se acoplan a la especificación definida por el interesado, bien sea en el contexto  familiar, laboral, social o religioso, guste o no guste, de forma pacífica o violenta. 

¿Derechos?, de acuerdo. Pero,  ¿derechos a qué?. En esta propuesta de derechos, si  falta el complemento directo, que nos daría el sentido y el tono de la petición, no se puede contestar a la pregunta. Entonces, no se puede saber hasta qué punto el derecho asumido conviene al sujeto reclamante del mismo. En efecto, no existe el derecho a pegarse de coscorrones en la pared, porque equivaldría a aprobar una acción contraria a la preservarción de la integridad de la persona.

Por ejemplo, la diversión es uno de esos tales derechos.  Porque uno trabaja, tiene derecho a divertirse, se dice hoy en día; y si no trabaja, con más razón, puesto que la mente necesita libererarse de la pesada carga de no contar con un empleo suficientemente remunerado. 

Así pues, tanto si se cuenta con un trabajo o no, el sujeto dispondría de  los antecedentes necesarios para disfrutar de la pachanga semanal, que suele comenzar con frecuencia, entre los jóvenes, a partir del viernes, por lo menos, y, una vez calentados los motores, se adentra en la noche sin fin del sábado. Un derroche de energías que nada tiene que ver con el descanso, y que requiere de una inversión de sueño considerable para recuperarse y empalmar con la parranda de la noche siguiente a pleno pulmón.

Se supone que después de una jornadas serias de trabajo, el descanso es la consecuencia lógica para reponer fuerzas y así poder reincorporarse en condiciones óptimas al flujo de demandas exigentes  de la semana siguiente. Pero no, eso ya no se lleva. La moda ha desplazado a la "costumbre", y hoy se descansa en el ajetreo ruidoso.

La juventud, incluido también el mundo estudiantil, deambula desde el lunes en busca de recados orientadores hacia una  fiesta para el largo fin de semana. Una vez en ella,   se suspenden los cuestionamientos morales. La conciencia se adormece y se torna obscura con las ingestas de alcohol sin medida. Cada vez más se trata de fabricar mezclas etílicas de efecto rápido, contundente,  para sumergirse en seguida en el curso denso  de  ese pandemonio de estertores y ruido musical, que se perfila en todas las fietas nocturnas de hoy, sin inhibiciones ni sonrojos. 

Es decir, se han creado en el mundo, en cada latitud según las costumbres locales, grupos de negocio que surten de entretenimiento  tanto para reuniones colectivas como para su disfrute en la intimidad. Un ejemplo de esto último se puede encontrar en las redes sociales, donde se proporcionan anónimamente  toda suerte de juguetes eróticos, especialmente promovidos por la mujer para la mujer. De esta manera se va destruyendo el mundo afectivo del hombre, empezando desde muy jóvenes, que los hace inservibles para el amor, porque no hay más entrega que a uno mismo.

Hablar del bien que supone retirarse a lugares en donde el silencio sea posible, en donde la lectura reposada y la reflexión se combinan para dejar tiempo también para esos paseos por la naturaleza, tan practicados por los hombres del siglo XIX, y el ejercicio amable (aunque no sea extremo también sirve),  son elementos todos de los que no se suele hablar en nuestro tiempo.














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