El arte de vivir

Se suele creer en ciertos círculos, generalmente bien informados, que, el arte de vivir  lo encarna el "vividor", el bon vivant. Nada más lejos de la realidad, por mucho que se diga que "lo que abunda no daña". 

Por vividor se entiende, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, aquel que "vive a expensas de los demás, buscando por malos medios lo que necesita o le conviene".

Pero aquí se trata de  dar una respuesta convincente a la pregunta: ¿cómo vivir?  La respuesta no la encontraremos en los libros de ciencia. Tampoco en los consejos que, con más frecuencia, da el mundo: tú has nacido para algo más que eso; te mereces mucho más; todo esto te daré si...

Al abrir el libro de Hermas, El pastor, un libro del mitades del siglo II, nos llena de admiración porque el autor nos cuenta con sencillez cómo debe ser ese arte de vivir, cuando los primeros cristianos venían de las catacumbas.  "El hombre justo, nos dice, pensamientos justos piensa". Sabe detener los deseos de maldad cuando quieren anegar el corazón, aunque sólo sean el deleite nacido al contemplar la mujer ajena. 

Estas que parecen  menudencias son asunto grave, pues suelen ser el comienzo de grandes rupturas matrimoniales, al poseer  ahora como propio lo ajeno. Luego, debemos reconsiderar la educación de los hijos, pues el excesivo cariño, nos dice Hermas, impide la reprensión necesaria,  dejando que se "corrompieran espantosamente".

En esta falta de disciplina, se halla el comienzo de la corrupción que, actualmente, por todos los sitios nos atenaza. "Los  que quieren ganarse este mundo, se ufanan por sus riquezas y no se atienen a los bienes por venir", sigue diciendo el texto de El pastor.

Si dejamos crecer las diferencias, las envidias entre unos y otros, por motivos que, al principio, parecen inocuos, el rencor que se genera "produce la muerte".

Ratzinger, por su lado, nos da la respuesta concisa y oportuna para aprender el "arte de vivir": debemos dirigirnos a un libro que, se usa cada vez menos, pero que encierra la palabra clave para resolver el enigma: la lectura asidua del Evangelio, algo que queda al alcance de todos. Un poco cada día, unos minutos.







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