Diálogo de amor (Guadalupe II)

Responde, amigo mío. Responde.

Nos vamos acercando muchos conscientemente a la cueva de Belén. Es el mes más entrañable del calendario. Sabe uno que el amor le espera en ese lugar, apartado del barullo. 

"El cosmos recibe su sentido del primogénito de la creación, que ha entrado ahora en la historia", escribía el cardenal Ratzinger casi al albor del recién comenzado milenio. Dios no se olvida de sus criaturas. 

Dios se ha encaprichado de cada uno de nosotros y de todo este universo, ilimitado, claustro exclusivamente pensado para el hombre, ambos de origen divino.

La conjunción del cosmos y el hombre se puede leer y descifrar en la tilma  de san Juan Diego. En ese paño tosco, preservado incomprensiblemente hasta el día de hoy,   descuidado durante siglos, se puede apreciar todavía la configuración de los astros en el día de la aparición de la Virgen María en la colina del Tepeyac, que apunta al centro de su seno, donde duerme el Dios de la vida, Jesucristo.

Ella, la reina de los ángeles, la consoladora de los afligidos, el auxilio de los cristianos, aparece en la vida de los hombres, en la historia de los pueblos, justo en ese momento en que parece todo perdido.

Y su presencia da sentido a toda la creación. Unifica el criterio disociado de los poderes astronómicos y la soledad del hombre que busca el camino de retorno al paraíso perdido.

Al dar a luz al creador de cielos y tierra y del hombre mismo, une en su seno lo que estaba disperso, dividido; lo que estaba en el poder de Satanás, el que divide.

Por eso la salvación que nos procura esa Madre, a todos los que reciben a su hijo, aplasta la cabeza ensoberbecida de la serpiente. Esta criatura perversa sigue existiendo, y trata de echar a perder a cada hombre que viene a este mundo, pero sabe que tiene la batalla perdida.

Esta historia, que se dilató tantos años para que la humanidad fuera desgranando su verdad, que nos ilumina a cada uno, se aceptó en muy poco tiempo por aquella gente sencilla que poblaba el territorio mexicano.

Entendieron al mirar la tilma, en el simbolismo que encierra, connatural para ellos, lo que todavía hoy, los hombres más cultos, no alcanzan a leer. 

No deja de asombrarnos a todos, que esta noche, víspera de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe, se congreguen en el templo de la capital de México, alrededor de 6 millones de fieles (nunca esta cifra es definitiva), venidos de todo el mundo, gente sencilla en su fe, pero profundos en su amor inquebrantable a su Madre, a pesar de los pesares que sacuden a los mexicanos, debido a la negligencia de tantos.

Felicidades, Señora, porque vienes a vernos cada año en esta fecha. En el fondo, creo, Madre nuestra, que te gusta oír el cantar y también la devoción silenciosa de este pueblo que te venera con las razones del  corazón, como diría Pascal.

Responde, amigo mío, responde a esta llamada de María, a sólo unas fechas del nacimiento de su hijo. Ella quiso representarse en la tilma como una mujer que espera, que nos espera, en cinta, atestiguado por el moño negro que adorna su cintura.



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