Biología: ¿una bacteria inmortal?










Iglesia románica de Azoz, Navarra, España, dedicada a san Lorenzo, donde se bautizaron buena parte de la familia Ilundáin, de nueve hijos.





Los pensadores de  la Edad Media se plantearon dos problemas fundamentales: la eternidad del mundo y la inmortalidad del alma. Quienes se ocuparon de demostrar la eternidad del mundo afirmándola (Averroes) o  atacándola (san Buenaventura, cuya fiesta hoy se celebra) filosóficamente, no llegaron a buen término. Sin embargo, la inmortalidad del alma quedó asentada con argumentos racionales.

Hoy, nos encontramos cotidianamente con aseveraciones de personajes serios sobre asuntos que parecen triviales, si bien no es así. Se afirma, por ejemplo, que la inmortalidad no cuadra con el hombre, pero ya existe en una bacteria siberiana. Este recado al mundo viene de parte de un biólogo, quien, sin decirnos qué es la vida, se lía con la temida inmortalidad.

Digo temida, porque el mismo Dios, creador del hombre, lo "echó del jardín del Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado" después de la transgresión primera, "pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre". Esta manera simpática de narrar  el suceso, en plural ("ha venido a ser como uno de nosotros") encierra en realidad un detalle que al hombre le hubiera pasado desapercibido. 

Al perder la gracia de su estado original, según el cual no iba a morir, es decir, al perder su inmortalidad, sin esa gracia primera le seria imposible "soportar" el peso de vivir para siempre, pues se padecería el cansancio ("el sudor de tu rostro"),  los dolores y achaques ("tantas haré tus fatigas como tus embarazos" y "con dolor parirás"), "hasta que vuelvas al suelo" (muerte). Visto así, la muerte viene a ser una liberación para el hombre.

Pero para los biólogos incrédulos, que no quieren creer, les resulta más fácil admitir que somos el "producto...de una bacteria que decidió dividirse en dos en una charca", que admitir la presencia divina, su intervención,  en cada vida que viene a este mundo. Con una visión así,  no resulta descabellado atribuir a una bacteria las propiedades de Dios, como sería el caso de la inmortalidad.

Puestos a creer en algo, pues nuestra razón arroja luz para irse abriendo camino entre la penumbra de las cosas, resulta más complaciente pensar que el principio del hombre se encuentra en un ser superior omnipotente y bueno ---si bien, afortunadamente, nada podemos decir de él debido a su infinita distancia  y que que su "luz" es deslumbrante---, que admitir que nuestra procedencia viene de lo que ni siquiera puede pensarse a sí misma ni mucho menos pensar en otro ser. Al menos, de la opción por nuestro origen divino nos traería la explicación de esa "luz", chispa divina, que brilla en nosotros en el entendimiento.

Nuestro tiempo actual no queda más claro después de M. Heidegger con su obra voluminosa El ser y el tiempo (1927), que en los capítulos de san Agustín en sus Confesiones, escrita 16 siglos antes. El tiempo queda más claro, aunque parezca mentira, si se tiene en cuenta la eternidad, dimensión divina a la que no podemos acceder. Por eso, con un despunte de originalidad, algunos biólogos tratan de descifrarlo encerrándose en el seno de una bacteria siberiana, o abriéndose al espacio con el concepto de "energía" en Física, como en el caso de Einstein.








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