Inteligencia sin amor: un pésimo negocio


Jean-Baptiste Marie Pierre (1714-1789).





Todos conocemos a gente muy lista, capaces de deslumbrar con sus alcances intelectuales y los logros materiales conseguidos como consecuencia.

Pero si  el muy inteligente no tiene amor se queda solo. Se convierte en la imagen más cercana del diablo: inteligencia y soledad.

Al hombre le atrae todavía hoy, quizá como nunca, el anzuelo retorcido por la mentira del cebo de la primera pesca: Seréis como dioses.

Al picar el anzuelo,  salen a flote todas las pasiones humanas: la avaricia, el afán de dominio. La inteligencia no conoce límites y a nadie debe rendir cuentas, sobrada como está en sus descubrimientos.

Toda esta colección de ofertas saben muy dulces al probarlas, pero amargan la vida y el carácter propio impidiendo además la convivencia cordial. Ya no hay porqué acercarse a la gruta de Belén con los pastores, ni seguir con los reyes el brillo de la estrella. El dar regalos a alguien nos rebaja.

Muchos menos inclinar la cerviz, dura de tanto andar envarados.

Por eso vale más la pena tener un hijo medio lelo pero con un gran corazón, capaz de entregarse a una buena causa, como los niños del Evangelio.  El sabio, por el contrario, seguro como está de su herencia, cambia la  sabiduría por un plato de lentejas. Al fin y al cabo se trata de satisfacer las apetencias del momento. (Por supuesto, un sabio con gran corazón no se desdeña; al contrario).

Sólo el amor dura para siempre. Los demás regalos, tan necesarios para caminar por el sendero de la vida, como la fe y la esperanza, se desvanecen al ver cara a cara a quien ahora contemplamos en ese belén ya casi a punto para esta Navidad.

Por eso debemos empezar a querer desde ahora en el claroscuro de la fe. Así nunca estaremos solos. Especialmente en este Adviento, es el tiempo  de esperanza, de abrirse y regalar y regalarse a los demás, a los próximos.








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