¿Persona o capital humano?






Gary Becker, en su día, fue invitado a formar parte del Consejo Pontificio para la Familia, invitado por Juan Pablo II. Por ser Nobel de Economía y buen judío desarrolla la tesis de que la familia bien constituida está en la base de la prosperidad económica de un pueblo.

Con frecuencia se evita el concepto de persona. Y se cae en las garras, afelpadas, del poder económico: capital. "Capital humano", dicen, sin deslindarse claramente de la idea original de Marx, materialista, aunque hayan pretendido introducir una cierta dignificación en el proceso productivo.

"Capital humano" es un concepto de dos términos. Por fin el hombre, se considera como un elemento contribuyente a las ganancias obtenidas en el proceso. Esas ganancias serán mayores cuanto menores sean los costes de producción. Uno de los principales viene dado por la remuneración al trabajo realizado por e hombre.

En primer lugar, debido a esa mentalidad de abaratar los costes, se va reduciendo el trabajo del hombre a su mínima expresión recurriendo a cuanto medio lo haga posible, por ejemplo, la tecnología imperante.

Pero si el hombre fue hecho para trabajar y ganar el sustento con "el sudor de su frente", y los procesos de hoy día van eliminando al hombre debido al costo de su trabajo, se nos plantea un problema formidable.

En especial, cuando vemos la brecha salarial entre los ejecutivos y los demás empleados. La media de los salarios mínimos de la empresa debería quedar dentro del rango de una decena respecto a la media de los sueldos superiores. Pero no es así. La proporción deseable de 1 a 10 se ha convertido en, algunos casos, cientos de veces.

Estas diferencias tan desproporcionadas no permite que el conjunto de la empresa, y el de la sociedad, se mueva dentro de un equilibrio estable donde los menos favorecidos puedan llevar una vida digna. Supongamos que quienes tienen una prestación más baja podrían llevar una vida digna, cosa muy deseable. Sin embargo, se producirían "grietas" en la unidad de la empresa al disfrutar de forma tan inequitativa de los beneficios de la producción, ese bien común puesto al alcance de todos. Y no se puede poner poner como excusa dedicarse más a las tareas "especulativas" que a las "productivas" a la hora de justificar las decisiones salariales, debido a la supuesta sagacidad de los capitanes de la empresa. Lo especulativo es un juego financiero "improductivo".

La empresa, dentro de sí misma, tiene su propio entorno social, y la solidaridad se debe manifestar incluso hasta los horarios de entrada y de salida, por no decir de los medios de transporte usados para desplazarse al trabajo, en la excelencia de la educación de los hijos y en las oportunidades de los ratos de ocio tanto del hombre como de la mujer.

Las sociedades más opulentas, exhiben con frecuencia una pauta clara hacia el desmoronamiento de la vida de familia. En ese proceso, se ha reducido el número de hijos. Al ir obrando así se crea un estímulo hacia un tipo de sociedad donde su base primordial se reduce, se valora más la comodidad que el esfuerzo, y se ve, en el corto plazo, la incapacidad de resarcir las expectativas creadas por una tradición consolidada en el principio de subsidiaridad, donde quienes más tienen, en todos los sentidos, ayudan a los que no alcanzan a valerse por sí mismos en cada una de las facetas de la vida.

En ese proceso estamos asistiendo a la anulación del hombre por diferentes medios. Ese hombre creado para trabajar, no encuentra trabajo, o se le ha hecho creer en un derecho a vagar sin constreñimientos como sinónimo de libertad y de plenitud. De alguna manera el hombre va siendo víctima de su propia "creatividad" mal entendida. Los adelantos, en  vez de procurar un mejor itinerario para la vida personal, parecen enredar la jerarquía de los valores tradicionales dentro de un contexto democrático. Se quieren disociar, de hecho se ha conseguido ya en numerosos campos del saber y de lo práctico, la tradición y la libertad de expresar la opinión sobre el camino más conveniente para contribuir al bien común sin descuidar el fin propio del hombre, algo natural desde siempre.

La dignidad de la persona viene dada por su hechura, a imagen y semejanza de Dios, coronada además por la grandeza de su fin. Esta "composición" no se pierde en ninguna etapa de la vida, desde la concepción hasta la muerte. El trabajo entonces es la forma adecuada al hombre de procurarse lo necesario para la vida cuidando a su vez el entorno. Pero, como la vida del hombre es trascendente, la calidad del porvenir está ligada a la calidad de sus obras.

Como el hombre nace y vive en comunidad, en la familia primero, en el ambiente de estudio y trabajo después, en relación siempre con otras personas como él, se debe procurar siempre que el hombre pueda alcanzar su fin en cualquier circunstancia, colaborando con los demás para crear la calidad de vida que lo haga posible. Entonces, toda familia, todo trabajo, toda relación social debe servir y medirse por su contribución a ese fin.

En fin, esto es lo propio de la persona y no se puede reducir absolutamente conduciéndolo hacia la materialización propia del capital. Se habla hoy de la "disrupción" de los procesos, de "producir la felicidad" de los empleados, de solventar de una vez el problema de la familia para incorporarse plenamente al trabajo. Se habla de muchas cosas.

Todos estas llamadas "disrupciones", no parecen distar mucho de las "miradas críticas" a todo lo heredado porque coarta al hombre, ideas propuestas por los variados representantes de la llamada escuela de Francfort, que, desde, 1924 en Alemania, y después de la II Gran Guerra especialmente, se esparcieron por el mundo, con Horkheimer y Adorno, Fromm y Habermas, por citar sólo algunos. Se ataca el concepto de autoridad y se ve la familia como lugar para reproducir consensos heredados, y se proyecta la contribución de la desobediencia, alimentando sin saber el "prohibido prohibir" de mayo del 68 en París.












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