La riqueza de Qatar; y su tristeza ¿es triste?

Qatar está en el mapa  de Oriente Próximo en la península arábiga y en las camisetas del Club de Fútbol Barcelona. Cuenta con 2 millones y 300 mil habitantes.

Es un país, el más rico del mundo. Los autóctonos gozan de una renta superior a los 100 mil dólares anuales. Pero los trabajadores no originarios del país, más del 70%, viven en un régimen precario, apartados del lujo ostentoso de los cataríes, durante cinco años, el tiempo máximo de permanencia para realizar trabajos de mano de obra.

Qatar, se sitúa en el golfo Pérsico, como una península con forma de huevo, asentada en su extremo inferior el la frontera de Arabia Saudita, frente a las costas de Irán, su socio. Ni Moisés hace 3 mil quinientos años en sus 40 años de recorrer las arenas del desierto arábigo, ni los abuelos de esta generación actual, vieron siquiera  en sueños las posibilidades de un desarrollo a partir de una meseta de arena donde las temperaturas de mayo a septiembre oscilan entre 40 y 50 grados sobre cero.

Pero la felicidad se les hace esquiva. Los qataríes no viven contentos a pesar de su economía. Y crece la tensión en el golfo Pérsico debido a la disputa de Qatar, ahora aislado,  con su vecino Arabia Saudí por culpa de las supuestas ayudas a grupos islámicos terroristas (por ambos lados), aunque la envidia de la riqueza ajena y del afán de dominio en la zona siempre juega un papel en la contienda. Sin embargo, el quid de la cuestión, si no en su totalidad, se mueve en el seno de la familia (o en la ausencia de ella).
                                                                                                                                                           
La familia se derrumba. Más de 40% de los matrimonios contraídos terminan en divorcio, interrumpiendo así una tradición de cientos de años. Los valores, según el sentir de los mayores, al no cultivarse en y desde la familia se van dejando  de lado. El poderío económico abarca mucho, peo no lo es todo. Algunas de las costumbres más arraigadas en la cultura, se viven sin fe.

Sin apenas darse cuenta, un pueblo, ajeno a los debates seculares filosóficos y políticos desde la Ilustración en Occidente,  viviendo la vida nómada del desierto, se disuelve y vuelve a aparecer transformado, casi irreconocible, a modo de un  superhéroe, en las estepas áridas de Qatar; pero el hombre como tal  apenas cuenta. Se vive en función de las inversiones del país en otras latitudes y de seguir explotando los yacimientos de petróleo y gas natural líquido extraído de las profundidades del golfo.

Su cultura vacilante se ha sumido en el torbellino de los avances tecnológicos venidos de ambientes foráneos desde hace tres décadas. La caridad no se encuentra fácilmente en ellos;  sólo el poder. El aburrimiento sopla como el aire caliente del desierto en verano. Y no hay donde ir con ese tedio pesado después de recorrer las arenas que rodean su territorio de 11.500 kms. cuadrados. Se aburre uno cuando se es casi omnipotente.

Pero, ¿le gustaría visitar, no vivir, Qatar? No me lo diga porque ya sé la respuesta.

¿El atractivo? Contemplar algo salido de la nada. Ver el contraste entre el desierto y lo más avanzado en modas, comidas y arquitectura. 

Y, ¿las mujeres? Las mujeres no se ven. Se ven entre ellas cuando están a solas, libres de sus atavíos, vestidas con minifalda y con ropa de las principales marcas de moda.

¿Veranear? Los qataríes con recursos se van a Marbella y a las calles comerciales de Londres.

¿Por qué entonces ir a Qatar? Bueno, ahí encontramos personas caminando por los lobbies de los hoteles con vestimentas peculiares. Aunque lo verdaderamente atractivo son los quienes los portan: resultan ser humanos, como nosotros; y como representan a uno de nuestra especie, los tenemos que querer, porque están ahí, junto a nosotros.

Participan como iguales en el juego de la vida, que no es un juego.


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