Esencia de toda empresa: que cada quien sea una estrella.



Un conjunto de estrellas forman el vestido elegido por la Virgen de Guadalupe a la hora de ataviarse para visitar a su pueblo de Méjico.




Resulta inconcebible la unión de personas para nada, para una unión infecunda. Asimismo, resulta todavía un sinsentido mayor, además de reprobable, organizarse para destruir el bien producido por una unión fecunda: unirse para la destrucción. Representa el culmen del mal. Incluso la "revelación se explica por la vida", esa relación entre "fe y razón" enfatizada por san Juan Pablo II.

Ha habido quienes han querido diluir el sentido matrimonial de una unión entre hombre y mujer, al hecho de apertura del clan familiar,  impidiendo así  cerrarse a lo consanguíneo, intercambiando sus mujeres con otras familias, según la interpretación de Lévi-Strauss de las relaciones matrimoniales. Incluso en una empresa mercantil, si la unión de personas se reduce  al sentido único de incrementar el placer,  este significado acaba agrietándose, y, la satisfacción pensada en el origen del proyecto, se resiente.

Es decir, la entrega no se ve compensada en su dimensión "intangible" correspondiente al hombre entero, como tal. Decir: "se trata sólo de trabajo" es francamente decepcionante, aunque así sea el caso de millones de esfuerzos a lo largo de la historia y lo siga siendo. La insatisfacción producida al obrar de esa manera, llevó a Marx y sus seguidores a representar un escenario de "lucha" entre quienes debían "colaborar" para la obtención de un mismo fin: el bien común.

Cuando el hombre trabaja, lo realiza con todo, cuerpo y alma, sin guardarse el espíritu para una mejor ocasión, sin importar cual sea el tipo de trabajo. Precisamente, la encomienda original al hombre, recogida en el Génesis, nos revela que  ha sido creado "para" trabajar, y se refiere con ello a la totalidad del mismo, sin venir a ser víctima de un sistema material.

Y es precisamente desde este designio original sobre el trabajo, desde donde se debe comenzar a la hora de desgranar su sentido y recogerlo en cualquier proyecto de vida. La calamidad mayor para un hombre, delante de sí mismo y ante los demás, resulta de admitir: no tengo trabajo. Y esta calamidad resulta así porque el trabajo forma parte de la  plenitud de la persona, y cuando adquiere cierto aire de plaga, al ver a tantos jóvenes sin empleo, sin quehacer alguno, se está golpeando a la base misma de la construcción social.

Sin embargo, incluso en las uniones predominantemente materiales, está aflorando la necesidad de conseguir también una cierta felicidad para quienes trabajan en alguna empresa, un bien que va mucho más allá del ámbito estrictamente material. Se debe esperar un cierto lapso para disfrutar de lo añejo. Pero apenas queda tiempo para ello. El cambio de empresa, y de todo (esposa incluida) no deja madurar las uvas agrias del principio. La permanencia, la reiteración, tienen mucho detractores. Y se quiere saborear el buen vino, sin haber plantado siquiera las vides. Al final, se acaba bebiendo vino de cualquier charca.

Pero no saben quienes, con estupendas sinrazones, configurar esa felicidad de alguna manera, en la vida de sus empleados o en los miembros del clan familiar capacitándolos en el valor de la espera. La felicidad no viene del querer, ni tampoco de fuera, como una dádiva.

La felicidad es siempre el resultado de una unión fecunda: aceptar la causa primera, inscrita inexorablemente en el desarrollo de las causas segundas, como si fuera un resultado fortuito,  donde los artífices son los hombres con su naturaleza mejor o peor dotada, actúan sin perder su libertad,   aquel plan "previsto" por el supremo ordenador de todas las cosas.

Por ejemplo, ese revés doloroso sufrido ahora, venga de donde viniere, querido o permitido por ese supremo bien, causa primera, ya estaba "previsto". Entendidas las cosas así, todo parece como el cuento contado por un narrador.

El fruto, el beneficio buscado por toda empresa, grande o pequeña (eso no importa excepto en el caso de un pensador  materialista) viene de la unión fecunda. En el caso del hombre, el fruto sólo viene de la unión con lo divino al aceptar esa "previsión", después de haber hecho todo lo posible según el plan desarrollado por los expertos. En el caso de la empresa su grandeza no está en el tamaño (grande o pequeño, ¿qué más da?), sino en crear las condiciones para que la libertad de cada uno encuentre su cauce y llegue a su fin. Sólo así se puede ser "creativo" y, como resultado, feliz.

El día de hoy se parece al de ayer, como las estrellas entre sí, pero contempladas a la noche se asemejan a una sinfonía de zafiros. Quizá esta visión estelar aplicada a la vida,  permita  reparar en ese hombre ahí, junto a nosotros. Es también una estrella, refulgente como un zafiro. Y también aquel otro. Y todos.

Cada uno porta la luz como un don, dado en prenda por un tiempo por el Señor de la vida. Si pudiéramos crear una empresa donde se aprendiera a ver a los demás como son, se formaría una unión fructífera. La belleza del firmamento viene del conjunto de belleza sin igual,  formado por esa similitud de estrellas. Y ni poseídos siquiera, se podría  acusar de monótono al empresario de tal despliegue.

En una verdadera empresa, si se alimenta la dimensión espiritual del hombre,  de donde nace la libertad que busca el bien, cada uno es estrella, una más, pero el conjunto unido forma, desde hace miles de años, siempre igual, un concierto sin par.

Incluso María, a la hora de visitar al hombre en Méjico, y elegir su vestido para aquel día, se vistió de estrellas, como la mujer del Apocalipsis.





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