La plenitud de los tiempos

Estamos viviendo ahora la "plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4). Lejos del poderío secular de las grandes potencias, que muestran amenazantes su capacidad destructiva, la plenitud vino a revelarse en el poco convincente y escondido paraje de una cueva, en las afueras de la ciudad de Belén.

De esta presentación paulina, se entiende el paso de lo divino a lo humano, el nacimiento de un Dios, como verdadero hombre, de una mujer del pueblo de Israel, hace poco más de 2 mil años. Todo esto para que recibiéramos "la condición de hijos", para llamar  Padre a Dios, y como tales hijos "herederos".

La esencia divina viene a la existencia terrenal como consecuencia de un diálogo trinitario, donde se acuerda que la palabra se haría carne con el nombre de Jesús (La importancia de los nombres: Jesús significa Yahvé salva) para rescatar al hombre del pozo abismal donde había caído después de su desobediencia en el Jardín del Edén. Pero esa esencia divina no andaba errante, sino que tenía su existencia desde siempre. Esencia y existencia cabalgan juntas. Es decir, Dios ya "era" en el "principio".



Templo de la Sagrada Familia, Barcelona.




Rescatar al hombre, haciéndose hombre. Si se contempla este paso despacio, con detenimiento, vemos caer hecho pedazos el ateísmo de todos los tiempos. Dios, que es amor, quiere salvar al hombre, a su creatura. Esa esencia de Dios, pasa a existir como verdadero hombre. Sabía Dios qué hacía al crear al hombre. No lo pone en la existencia para que, luego, en su soledad, abandono total, buscara por su cuenta la razón de su ser, como pretendían los existencialistas ateos.

La razón de ser del hombre no está en la "nada" sino en "ser" creatura divina, hecho de una manera especial para seguir siendo en la felicidad para siempre. Por eso nadie puede intervenir, manipular, ese don del ser creado por Dios. ¡Cuántas veces en los últimos tiempos el hombre ha tratado de enmendarle la plana a su Creador, creyendo que al quitar la vida a un ser indefenso se salía con la suya!

Pero este Dios nuestro escribe incluso con renglones torcidos, sin violentar jamás la libertad dada a cada uno. La orden de César Augusto de empadronarse cada quién en el lugar de donde proveía "sirve" para que Jesús naciera en Belén, como estaba escrito. La perversidad de Herodes "sirve" que Jesús pudiera ser llamado desde Egipto como estaba escrito; y su vida oculta en Nazaret "sirve" para que fuera llamado Nazareo, como estaba escrito, según  nos cuenta san Mateo.

Es decir, no hay siquiera una coma en nuestra vida que no se ajuste al plan divino. Pero ¿acaso no quiere  Dios que todos los hombres se salven? Es cierto, pero en relación con este deseo, el Señor le dijo en cierta ocasión a santa Teresa de Ávila: "Teresa, yo quise, pero los hombres no han querido".

La libertad es un gran don, lejos de ir y venir de aquí para allá. Permanece para siempre. Entonces, cada quien se salva o no según las obras ejercidas por medio de esa libertad. De esta manera los "tiempos" alcanzan su plenitud, al ordenarse todo según el plan divino desde el alfa a la omega, de principio a fin.














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