El fin de la verdad supone el fin de las cosas

Si se acerca el final de la verdad, está próximo el fin de todas las cosas.

Mark Zuckerberg acaba de relegar la importancia de la "mentira" en las redes sociales. Se trata, según el dueño de Facebook, de una "forma de pensar", y bajo el lema de la "libertad de expresión", nadie puede coartar el derecho a publicar lo que cada quién piensa. Al fin y al cabo, un algoritmo podrá filtrar la "verdad" no querida al principio del proceso, pues interesa más las formas de pensar, muy al estilo de Noam Chomsky, lingüista, descubridor de secretos profundos en la "mente" del hombre.

Ya no importa saber lo que las cosas son. Se puede decir sin saber. Las cosas, las personas, son relativas. Se pueden desfigurar, utilizar, siempre y cuando así le parezca al redactor. Hoy día, con la presencia de las redes en las manos de niños, adolescentes y jóvenes, principalmente, todos se han convertido en redactores y receptores de mensajes.

Hasta no hace mucho, el silencio se prefería a la verbosidad de un hablador sin fundamento. Pero, ahora, ya no se puede descalificar a nadie con este juicio, so pena de habérselas con las amonestaciones públicas del tanto pez enredado en las redes propias y ajenas.

Si la realidad, entonces, no importa, no es digna de respeto y de un compás de espera para buscar con admiración lo que de verdad esconde, el mundo se está convirtiendo en una jungla donde el poseedor de un medio social conectado a internet puede desbaratar a su antojo y fabricar como le parezca bien, viniendo a ser un creador sin conocimiento de las cosas creadas, alteradas, por su capricho personal.

La ciencia, por consiguiente, se convierte en un "comercio". Se investiga sólo lo que es rentable, no lo necesario. O no se investiga nada cuando los centros de enseñanza superior se convierten en meros dispensadores de títulos académicos.

Con esta visión comercial del saber, la libertad se extingue. Hoy tenemos un dilema con el llamado "calentamiento global". No sabemos qué tanto negocio hay detrás. Pero la pérdida de la libertad viene si se admite esta hipótesis. El problema es global, de acuerdo con el enunciado. Es decir, ningún gobierno es lo suficientemente capaz para encabezar una especie de cruzada contra este peligro inminente para toda la humanidad.

Cada vez que se cuelga el epíteto de global sobre algo, significa la impotencia de lo particular para remediar el problema, y la necesaria intervención de un nuevo orden superior, capaz de resolver la amenaza. La factura a pagar por este servicio consiste en dejar la libertad en manos de un ente superior, desconocido, arreglador d entuertos globales, una nueva especialización. Pero el coste económico también se debe añadir a este renglón, aunque los resultados parezcan inciertos.

Es decir, cuando aparezca el anuncio de la globalidad respecto a algún problema debemos conjugar el costo económico, y, sobre todas las cosas, el precio de la libertad.

Si la verdad nos hace libres, y  se desprecia la verdad en nuestro tiempo como sinónimo de intolerancia, nos hacemos esclavos en un mundo de cosas desconocidas.








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