(No leer si está deprimido) El temor a la muerte convierte a san Agustín






San Agustín (354-430) escucha en el jardín, agobiado, el canto de un juego de  niños: "Toma y lee". Tomó la Escritura y la abrió en san Pablo. De ahí arranca el proceso de su conversión.


El ahora y la eternidad, son dos compases de la misma melodía humana. Mientras el ahora aúna en un momento el tiempo que se va y el que comienza para conformar así el presente la eternidad viene a ser un "presente" continuo, sin la posibilidad de coincidencias o fugas temporales.

Solamente se es, sin tiempo. La muerte es un cierre y una apertura. La aspiración por la fe a un amor, el deseo de trascendencia, se convierte en una luz intensa frente a la que no se puede parpadear. La memoria se pliega sin recordar nada más, mientras la inteligencia se deslumbra y conquista sin cesar el querer de la voluntad.

Todo queda inundado de luz, siempre nueva. En ella se ven diáfanamente todas las cosas, tal como son, sin sombras. Cada quien ve según su apertura, definida por el transcurso de las visiones parciales ejercitadas y logradas durante la vida hasta el momento del cierre.

La improvisación se ha extinguido con el ahora. El amor querido, vivido en cada paso de la vida, se abre, por fin, a luz en ese presente continuo para desde ella amar todas las cosas por lo que son. Así se puede ver, contemplar la belleza de ser lo que Dios ha querido para cada uno. Y la bondad de esa correspondencia a lo por él querido.

Quizá por eso, a san Agustín le cambia su vida, se convierte, por su "temor a la muerte", donde todo acaba porque ya se fugó el último instante de merecer. Es ahora o nunca. 

Ese nunca se da también al cerrar los ojos, pero al abrirlos ya no hay luz. Se pasa al "ensimismamiento" sin posibilidad alguna para la contemplación. Una situación de soledad absoluta "casi", si no fuera por el hecho de poder constatar la ausencia de alguien más. 

Sin luz se impide la contemplación. La negritud lo llena todo. Se tropieza con las cosas sin poder reconocer su ser, ni por tanto, darles el sitio adecuado...porque no hay sitio, aunque santa Teresa de Ávila "vio" en esa oscuridad hedionda, el "lugar" que Dios le tenía reservado si no cumplía su voluntad. Ineptitud para dar siquiera un paso. Se prefiere lo árido. 

Amargura intensa interminable, en ese presente continuo reconociendo la vaciedad interior abismal, inmensa, de donde ni se puede ni se quiere salir. Al no ver, la inteligencia no discierne algo para presentárselo a la voluntad. Se queda ésta, entonces, queriendo sin tener qué. Insatisfacción plena (diríamos desde aquí) "por siempre". Plenitud insatisfecha.

En el nunca improductivo aparece en primer plano, y único, el desamor. Si así se le puede llamar al "amor de sí mismo" cuando deja el mundo. El amor al mundo (cupiditas) le persigue transformado  porque ya no queda ni siquiera  rastro del amor de sí. Se instala el desamor. El hombre se maldice a sí mismo al no acabar de encontrar nunca la caritas, encuentro de amor al que estaba llamado con todo su ser.

San Agustín se convierte por el temor, pero persevera porque se encontró con el amor.




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