Don Álvaro del Portillo: el señorío de un beato bueno










Juan Pablo II, ahora santo, con don Álvaro del Portillo, beato, al final de la ceremonia de canonización de Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei en 1992.



Por supuesto: todos los beatos son buenos. Por eso están en el cielo.

Sin embargo, la figura de don Álvaro del Portillo, un madrileño contemporáneo (1914-1994), se cae de bueno. Atraía justo al verlo. El trato con él desarmaba a cualquiera, por aguerrido que fuese su talante.

Voy a contar una par de historias para poner esta bondad en su sitio, que no se narran en ese estupendo libro de su vida, titulado sin más Álvaro del Portillo.

Este brillante ingeniero, se ordenó sacerdote junto a dos más, en la primera hornada de presbíteros del Opus Dei, con el fin de  servir en las labores crecientes de esta institución de la Iglesia Católica, fundada en 1928 por san Josemaría Escrivá. Su servir bondadoso, sin embargo, era exigente con él hasta el extremo. Su señorío, resultaba atractivo.

En una ocasión, don José Luis Pastor contaba que tenía una cita con don Álvaro, cuando ya había sucedido al fundador en el cargo. Se le hizo tarde y atravesó la ciudad de Roma, donde vivía, sorteando un tráfico intenso. Al llegar a Villa Tévere, se dijo: Iré a la sala de visitas y desde ahí llamaré a don Álvaro para decirle que ya he llegado. De est amentra, no le quito su tiempo. Pues bien, continuaba don José Luis, mi sorpresa fue enorme al encontrármelo en la sala de espera, y sin tiempo siquiera para rehacerme ante lo inesperado de su presencia, me comentó: "Hijo mío, yo nunca te hubiera hecho esto a ti".

Don José Luis Pastor, médico y sacerdote, que conoció bien al fundador y a don Álvaro, recordaba el carácter vivo y enérgico  de san Josemaría cuando era necesario corregir a alguien, pero, añadía, prefiero mil  llamadas de atención suyas que una de don Álvaro, hecha siempre con toda suavidad, pero que se te quedaba grabada en el alma.

En una visita al pasar con Roma con otros dos matrimonios, nos recibió y le invitamos a un Congreso internacional de la Familia que estábamos organizando, precisamente durante el año de la Familia organizado por la ONU para 1994. Veníamos de presenciar el banderazo de salida en el mes de noviembre en la isla de Malta. Aquello fue el preludio irrisorio de los planes de la ONU respecto a la familia: se trataba de acabar con ella, llamando "familia" a cualquier formación de a dos viviendo bajo el mismo techo (Ahora vemos cómo esta organización mundial ha ido socavando los cimientos de esta institución en todo el planeta).

Don Álvaro, después de escuchar nuestros planes, comentó: "Hijos míos, si puedo iré a ese Congreso", a celebrarse el mes de mayo siguiente.

Cuatro meses después, al llegar el 23 de marzo de 1994, recibimos la noticia de su fallecimiento. El Congreso amenazaba ruina. No acababa de despegar, a pesar de todos nuestros esfuerzos. Por un segundo, sentimos que sin la presencia de don Álvaro nuestros planes se desmoronarían sin remedio. Pero, esa  desazón duró un segundo. Nos dimos cuenta de que ahora, él sí podría asistir, viendo e intercediendo por nosotros desde el cielo. Y así fue.

Según  palabras del cardenal López Trujillo, en aquel tiempo presidente del Pontificio Consejo para la Familia,   nos comentó sobre nuestro congreso, uno de los muchos organizados en todo el mundo ese año. Había tenido la asistencia más numerosa; más de dos mil quinientas personas procedentes de todos los países de los cinco continentes.

Tenemos la seguridad de que el éxito del congreso se lo debemos a don Álvaro del Portillo. Las palabras que pronunciaba, sólo las suficientes, eran eficacísimas. Iban al grano. 

Las frases "yo no te hubiera hecho esto a ti" y el "si puedo asistiré al Congreso" suponían unas pocas palabras, pero  calaban el alma, y lograban lo que decían.

Era un hombre de palabra.

La Iglesia celebró ayer, 12 de mayo, la fiesta de don Álvaro del Portillo.

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