El respeto es la liturgia del trato personal

El respeto es la liturgia del trato personal, sí,  pero a algunos les puede asaltar la duda siguiente, ante tanto cambio en estos tiempos: "¿Se puede saber a ciencia cierta quién es verdaderamente una persona?". (Se puede saltar hasta el final si se quiere aclarar esto).

Esta frase se me ha ocurrido al constatar primero la estulticia con que los jóvenes y adolescentes tratan a sus mayores. En segundo lugar, tupidos por los años, la cultura y la ciencia, personas estupendas se quejan en todo el  mundo del  desdén en el trato de quienes apenas se asoman al mundo de la libertad.

La liturgia de las ceremonias religiosas no es algo, como ya es casi común pensar, que se adhiere a la parte esencial de lo representado. Después del Concilio Vaticano II se dio un impasse en el culto y se percibía un cierto desorden en las celebraciones que calaba incluso en la tradición de las personas que habían cultivado por años la conducta apropiada en cada ceremonia, y se atrevían a musitar: "Fulano dice unas misas estupendas", refiriéndose así a la improvisación personal del celebrante: cuanta más improvisación, más se detectaba el talante de quien oficiaba.
Este mal no se ha curado. La liturgia nace de de la raíz de lo que se celebra. El misal romano, por ejemplo, tiene impresas en negro las oraciones que se deben decir en cada ceremonia. Y van impresas en rojo (del latín rúbrica), lo que se dede hacer, los gestos propios de cada momento de la celebración. De esta manera, se cierra la puerta a la improvisación. 

Así pues, si la liturgia nace de la esencia misma de lo que se celebra, el respeto en las relaciones interpersonales nace del hecho mismo de ser persona. Cuando se pierde de vista este punto, el comportamiento de los jóvenes frente a los mayores (en la academia, frente al personal de servicio,  en quienes asisten a un deporte, y en la misma relación familiar entre padres e hijos, etcétera), ha sufrido un deterioro notable. 

Cualquier conducta que se adopte, según lo diferentes roles (padres e hijos, dueños y empleados, deportistas y espectadores, políticos y ciudadanos) se debe ponderar entonces de acuerdo a esa calidad irrenunciable de persona que todos somos.

(Después del salto). Hasta hace no mucho se entendía que el hombre era el único animal hablante. Estaba todo muy claro. Si un desconocido le interpelaba en en la calle o en una tienda, se le daba el tratamiento de usted, sin más; y muchas veces, precisamente porque se conocía a la persona a la que nos dirigíamos, se concedía con mayor razón el referirnos con el usted a ese miembro de la comunidad familiar, académica o religiosa. 

Hoy se percibe que conceder el trato de usted supone rebajarse ante el otro. Y vemos también cómo las palabras ya no se usan de acuerdo a su significado o con la propiedad debida según los casos. 

A veces no se sabe si la persona en cuestión rebuzna o ladra en esa cadena de improperios lanzada en público. En realidad, no sabemos a ciencia cierta si se trata de una persona, pues el lenguaje usado se desplaza de su significado para hacer mella en otro ajeno completamente a lo que sería propio decir, pero se opta por proferir lo que les viene  en gana.

Esta falta de respeto al lenguaje, tiene como consecuencia que quien así obra se degrada con las mordeduras al significado de las palabras utilizadas en un contexto social específico.

Por consiguiente, si la persona es el único hablante de la creación, hay quienes se degradan tanto al proferir sus expresiones tan fuera de contexto (y no me refiero a las llamadas malas palabras), que nos hacen dudar de si verdaderamente estamos delante de personas, o bien delante de un animal muy evolucionado.

Obrando así, se falta el respeto a las personas, a las palabras y a lo que esas palabras significan al referirse a las cosas. Es un problema de liturgia.






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