¿Temor de Dios?


Se ha dicho, y lo hemos oído mil veces, del santo temor de Dios. Pero, ¿hemos de temer a quien se ama?

Precisamente. El amor es el mayor regalo posible porque viene de Dios. Quedarnos sin él, incluso en esta vida, es una desdicha. Entonces, el temor a pederlo es, sin duda, parte importante de ese "temor". 

Ahora bien, temerle a él por miedo al castigo eterno, vivir padeciendo los horrores de inimaginables para siempre, es desenfocar el punto, según me parece.

Dios es amor, y no puede dejar de serlo. Si así es ¿de dónde viene ese temor? Si analizamos lo que ocurre después del pecado de Adán, nos puede ayudar a entender este asunto un poco mejor. 

Adán al oír la llamada de Dios después de haber pecado, se esconde. Y Dios le pregunta, ¿por qué te escondes? Porque estoy desnudo --responde Adán. ¿Y quién te dijo que estabas desnudo? --le dice el Señor. ¿Acaso has comido del fruto prohibido?

En esta escena vemos varias cosas. En primer lugar, Dios busca al hombre, aun a sabiendas de lo que ha hecho. Segundo, el hombre suspende su relación de amor con quien le busca. Ya no lo quiere ver; incluso se disfraza para ocultar su apariencia. Tercero, sabe que ha cometido un pecado grave de desobediencia a quien le ha dado todo: el ser, la vida, el Paraíso, la perfección humana. Cuarto, se ha dejado seducir por la serpiente tratando de emular a su Creador.

A pesar de todo lo anterior, Dios mismo viene, como cada tarde, en busca de su criatura, pero Adán no lo quiere ver. Es algo terrible, parecido a lo que iba a acontecer con el apóstol Judas unos años más tarde. Pero el amor, en aquel mismo momento, puede más, y aunque dejan el Paraíso, reciben la promesa de una redención inimaginable, espectacular: Dios mismo, se haría hombre por medio del Espíritu Santo sin dejar de ser Hijo del Padre, por medio de una mujer del pueblo de Israel, María ya desposada con José, descendiente de David.

Entonces, ¿cómo vamos a temer a un Dios, que es amor, y que además nos perdona? Hay que obrar como el "hijo pródigo": arrepentirse y regresar a la casa del Padre, diciendo: He pecado contra el cielo y contra ti. No soy digno. Nada de esconderse. Arrojado en los brazos del Padre, él nos perdona todo.


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