Nueva York, tierra de esperanza y de contrastes

The Vessel, en el barrio neoyorkino Hudson Yards.


Un poeta en Nueva York es la obra de un poeta: quizá la mejor, de Federico García Lorca, escrita durante su estancia en esta ciudad entre 1929 y 1930, donde sus versos trenzan la soledad por el amor perdido y la angustia entre la estructura de edificios de cemento y calles sin árboles ni plantas. 

Visitar Nueva York encierra siempre alguna sorpresa. Muchos han escrito y cantado a esta ciudad. Parece imantada. Atrae por diferentes razones y sus calles siempre repletas en medio del calor o con frío son la muestra palpable de su atractivo. La Babel de nuestro tiempo no cesa en su afán de remodelación para seguir siendo la misma. Y la  remodelación de edificios y las nuevas construcciones no cesan, alguna de ellas con el sello de la pujanza: "la más alta", "la mayor" del mundo. Un ejemplo reciente se halla en el barrio Hudson Yards, donde ayer paseó Lorca, espectacular, carísimo y adornado con The Vessel (buque), un monumento contemporáneo, diseñado por el arquitecto inglés Thomas Heatherwick para escalar 2.465 peldaños hasta alcanzar sus más de 45 metros de altura. En su entorno  se encuentra precisamente el Mercado Little Spain, nuevo lugar  repleto de visitantes dispuestos a probar la comida española del menú de los hermanos Adrià y del chef José Andrés. Un barrio distinto al visto por Lorca, pero como si el surrealismo se hubiera dado la mano con el modernismo de vanguardia.

Gentes de todo el mundo llenan cada rincón turístico: museos y centros culturales, incluso la catedral de san Patricio está llena a cualquier hora, con liturgias espléndidas en cada celebración; incluso una familia de chinos trató de recibir la Comunión esperando su turno en la cola de acceso al altar, pero su torpeza en la recepción delató su condición de neófitos y se contentaron con una bendición del sacerdote.

Los taxis van y vienen con tarifas fijas que no se cumplen. Un taxista chino, de un poblado cercano a Shanghai, con un inglés oriental, confesaba su descontento de vivir en Estados Unidos. Llevaba siete años en la ciudad trabajando más de 14 horas al día, con un hijo de tres años esperándole en casa, fruto de una relación efímera,  sin matrimonio. La abuela, madre de Lyn, el taxista, se encarga de su cuidado. Él no tenía fe y no sabía en quién tenerla ni cómo adquirirla.  Su vida dura, ajetreada, sin sentido, Durante el trayecto se le aconsejó meterse un día en la catedral de san Patricio para si al vislumbrar la fe ajena quizá le facilitaría abrir su corazón durante la música de una de las ceremonias litúrgicas. Por un momento se le vio contento y esbozó una tenue sonrisa.  

De los 20 millones de habitantes de la ciudad 20% vive por debajo de la línea de pobreza, y dado el coste de la vivienda, se apañan como pueden para vivir en una habitación a veces con extraños, orillada a compartir los recintos alquilados con otros inquilinos. Algunos de los taxis ---algo impensable--- ni siquiera  tienen aire acondicionado en la parte posterior donde viaja el usuario durante los días de calor agobiante. Entonces, conectan dos tubos de papel de aluminio desde el cuadro de mandos del conductor hasta la ventanilla que separa la sección del operario y la de los pasajeros, reto costumbrista que se asoma con frecuencia en una ciudad del primerísimo mundo.

Un botones del hotel llevaba su nombre de pila en el gafete de la chaqueta del uniforme: Ignacio. Como el día se llamaba 30 de julio, se le preguntó si sabía que su santo, san Ignacio de Loyola, se celebraba al día siguiente. Ni idea. Natural de Ecuador, vivía desde hace años con su familia en la gran ciudad, un tanto desencantado, pero sin ánimo tampoco de regresar a su país natal. Se le animó a aprovechar el día y recobrar nuevos bríos desde su fe, solicitándola  a su patrono de bautizo. Había dejado de creer, pero no totalmente. Le sonaba un tanto extraño hablar de estos temas, sin rehuirlos.

Con estos ejemplos se puede esbozar un retrato de la ciudad de Nueva York y la de otras muchas grandes urbes de mundo desarrollado, ya presentes en el poemario de García Lorca. Lo material tiende a anegar cada rincón. Pero hay puntos de esperanza porque la fe no se ha extinguido por completo, y se comprueba en esa catedral hermosísima de la 5ª avenida. Como en el pasaje de Abraham en su regateo con Yahveh sobre el número de justos necesarios para evitar la caída del fuego en Sodoma y Gomorra, todavía unos pocos pueden salvar el mundo de la catástrofe. 

De ahí nace el optimismo. Queda claro a quienes se acercan a Dios, cómo, quien es creador del hombre, desea la salvación de todos, sin excepción. Sólo la libertad desarraigada de su fin, puede querer algo sin ser un bien. La fiesta de la Porciúncula 
nos recuerda cómo san Francisco de Asís, en 1212, contagiado por el afán de  "salvar todas las almas" le llevó a implorar a la Virgen una indulgencia plenaria para quienes visitaran esa pequeña capilla, y el Papa Honorio III se la concedió.

Aunque la soledad de los habitantes de Nueva York es un hecho (alrededor del 30% son familias) salen a la calle por miles para no sentirse solos o para dirigirse a su trabajo diario. Agitación, tiendas repletas, visitantes del mundo entero. 




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