La oración: en busca del tiempo perdido




Albert Camus: En busca del tiempo perdido




Octavio paz, ya en sus últimos años, afirmaba: "Creo que la reforma de nuestra civilización deberá comenzar con una reflexión sobre el tiempo" (Vislumbres de la India, p. 211). Pues vamos a ello con esta pizca de sal. 

El hombre en general tiene la impresión de conocer, de dominar a veces, el tiempo. La ciencia, inmersa como está en esta dimensión para concretar sus logros y continuar con la idea de "progreso", apura hasta las milésimas, mejor, hasta las diezmillonésimas de segundo, para dar la sensación de control y moverse en el espacio sin problema alguno.

En nuestra vida, basta la presencia del dolor, de la contrariedad, para convertir los segundos en horas interminables. Y, al contrario, un suceso agradable da la impresión de concluir casi sin haberlo comenzado a disfrutar.

Por eso, las  propuestas de Einstein sobre el tiempo enfatizando su  relatividad, tiene sentido, aunque él se inspirara en otros aspectos distintos de los aquí tratados. En la oración, por ejemplo, se da la posibilidad de traer el pasado al presente, y, también, se puede proyectar en futuro en ahora. 

No estamos hablando de ficción. Al entrar en contacto con Dios, que es amor,  asentado como está por eso fuera de la dimensión temporal, podemos juntos con él traer cada escena de su vida mientras estaba en el mundo con una fidelidad insospechada para cualquiera de las tecnologías actuales. Una prueba de ello se puede palpar, incluso para los incrédulos, en la celebración de la Navidad. Esta fiesta representa la "plenitud de los tiempos": es el momento en donde Dios, ser espiritual, increado, eterno,  decide asumir un cuerpo humano de la carne de una mujer, María, y vivir como uno más de los mortales, durante más de treinta años. Es decir, esa convivencia con el hombre de ayer, ha calado de tal manera las costumbres de nuestra cultura, que cada año, el universo entero parece girar en torno a esta celebración. Y Tomás de Aquino fue sorprendido una noche por su ayudante conversando sobre las dificultades de una verdad difícil de captar, nada menos que con san Pedro y san Pablo, personajes de hacía dos mil años.

Ocurre lo mismo con el futuro. La fe consiste en poseer ahora lo que se cree de mañana. Por ejemplo, lejos de la cualquier arte adivinatoria podemos  traer a colación nuestro final y disponer todos nuestros actos de hoy en línea con ese fin a alcanzar, aunque su dificultad quede muy por encima de nuestras posibilidades. Así ha ocurrido en  la vida de muchos santos, de todos. Una apuesta por el futuro a lograr, capaz de organizar y transformar la vida presente, cada aspecto de ella. Ver, verse en el presente como iba a ser la condición personal en el futuro, ha cambiado, para bien, muchas vidas. Abraham, por ejemplo, también sus descendientes, fiados en las promesas del futuro, creyeron, y se les "imputó esa fe a justicia". Y se cambió el mundo a partir de ese momento.

Es decir, en cada una de las instancias, bien trayendo el ayer o el futuro al hoy se debilita la concepción del tiempo "científico" y la del del hombre de la calle, para "gozar" de un paisaje imprevisto en ese diálogo con Dios. Es el amor que pasa, intemporal, para el que "mil años son como un día".

No se trata de un juego con el tiempo: se trata de una realidad si de verdad queremos dejarnos acariciar por ella. Se convierte en un presente continuo al traer ahora el pasado y el futuro. Es una especie de eternidad.  Entrar en el recinto íntimo de Dios por medio de la oración cambia la vida y el destino. Es una agradable sorpresa y, al ponderar el tiempo así, no exactamente de acuerdo con O. Paz, se puede abrir la puerta para "reformar" nuestra civilización.


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