Si el "ocio" es un bien, facilita la "convivencia. Su ausencia es sólo "nec-ocio"



Convivencia





El ocio permitía pensar, dedicarse a lo inútil, con esa despreocupación de quien no se deja asfixiar por el nec-ocio, el negocio, lo útil.

Son las ardillas de Tomás de Iriarte (1750-1791):  "Tantas idas y venidas; tantas vueltas y revueltas, quiero, amiga, que me diga: ¿son de alguna utilidad?".

Hay personas, familias, cuyo momento cumbre del día se logra en el diálogo, en la tertulia después de la comida. Reunidos en la sala, se mezcla la genialidad, la verdad y el agradar, bien mediante el humor y la broma, sin cerrar al buen gusto y a las genialidades del talento.

Cuando no se cultiva este aspecto de la convivencia, apenas vale la pena el trasiego, cada vez más acusado, para acudir al tiempo de la comida. Al fin y al cabo, se puede comer hoy día en cualquier esquina donde no falta un puesto de comida rápida y seguir con las tareas pendientes hasta declinar el sol, o más tarde si las "vueltas y revueltas" a dar son muchas.


De esta manera, los integrantes de esta familia llegan incluso a prepararse para ese momento clave de la jornada, donde lo inútil de la reunión permite, sin embargo, integrar y acrecentar los lazos de esa relación: unos días con más fortuna; otros, con menos.

Se aprende, además, a escuchar. Al estar al pendiente de los demás, no sólo de la conversación sino de la persona entera, se cuidan los pequeños detalles necesarios para hacerla digna. Recuerdo, como tantos otros, las famosas "tertulias" del Café Gijón, en Madrid; lugar todavía visitado por muchos, con el deseo de descubrir el encanto de aquel lugar, albergue de tantos hombres de "genio".

El diálogo llevado con esa altura, se enseña de los mayores a los más pequeños, de los más capaces en ese arte a quienes no acostumbran a hacerlo, quizá porque nunca tuvieron un modelo a imitar. Se aprende, según el gran sabio Aristóteles, po la imitación, ensayando una y otra vez, sin importar si se queda bien o no, hasta conseguir un resultado aceptable en ese nivel de reunión.

Es así cómo se va cultivando el "espíritu humano", capaz de causar la diferencia sin estorbar los encuentros con la libertad de los demás. El terreno de los desencuentros posibles se aterciopela con el cariño, siempre presente, por encima de las contrariedades de ese momento o del día. Se aprende a contener el corcel del amor propio con el fin de trotar al paso de los demás. Sobre todo, al escuchar, se aprende de los demás, no importa su edad. Los relatos infantiles, por ejemplo, son siempre divertidos por su naturalidad y, en esa trasparencia, se aprende también a conocer el carácter de cada quien.

Entonces, la alegría suele ser el colofón de en esas reuniones. Y se espera la próxima, para aprender, para participar en esa forma de convivencia, hoy tan desangelada, pues la carga del nec-ocio quiere acabar con el ocio.






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