En la noche de las palabras, el hombre sucumbe ante el funcionalismo y el relativismo


Hayedo.



Ser representante de alguien suele ser un honor; serlo  de algo, también lo es, aunque en menor grado.

Entre el alguien y el algo aletea una persona y se convierte en cosa. En ambos casos, sin embargo, se significa por medio de una imagen, universal para todos, que se refiere a una misma realidad. En el paso de las imágenes del pensamiento a la palabra proferida es donde nacen las lenguas. La imagen y el concepto son siempre universales; la palabra de un lenguaje es siempre particular, circunscrita al ámbito de lo local.

Hoy día, las palabras, escritas o habladas, tienen poco fuste, por dos simples razones: las palabras se estudian como parte del lenguaje (según  su función como sujeto, predicado, complemento, etcétera) desarraigado de su verdad, y también de su origen. 


(Con las personas está ocurriendo algo parecido. Se aprecian las funciones desempeñadas, pero en ese desplazamiento sutil se diluye el hecho de ser personas). 

De acuerdo con esta forma de ver las cosas, conviene seguir el rastro de la libertad. Al analizar las palabras según las funciones desempeñadas en una proposición se pierde de vista el sentido. El sentido va unido a la palabra cuando es significativa, es decir, cuando lo es de un signo concebido, signo de una imagen que a su vez sea signo de una cosa.

De ahí la importancia, además, del origen de la palabra. El origen está en la cosa que se nombra, imprimiéndole un nombre. Ahí va el sentido: no es algo dado desde fuera, nace al "llamar las cosas por su nombre", que busca su ser esencial. Si este fuera el caso, quizá como lo fueron los primeros nombres puestos por Adán a las cosas en el Paraíso, tendríamos un máximo acercamiento a la verdad de las mismas. Normalmente, el sentido se acerca a a la verdad de las cosas al referirse a ellas, al convertirse la palabra en un signo referencial. Es el primer paso antes de llegar a la esencia, que le hace a la cosa ser lo que es.

Por eso el lenguaje de nuestro tiempo, se aleja de la verdad y se confunde con las funciones. El ser de las cosas y el sentido de las palabras se pierde en la moda de lo que se lleva. Si bien, las palabras nacen de la voluntad libre, al convertir el sonido en signo de una  imagen referida a un algo real. Por supuesto, a esa voluntad inicial se agregan otras, muchas más, y se construye así la lengua,  tantas como hablantes en común la posean, en una especie de "acuerdo espontáneo", por decirlo con E. Gilson.

Aquí es donde, los hablantes al usar de su libertad podrían jugarle una mala pasada, si en su uso se apartan del sentido de la palabra. Y si la cultura (o su carencia) va diluyendo el sentido podríamos llegar a una especie de Babel. Esta es un poco la consigna del relativismo: cada quien es libre de "decir" lo que quiera, como quiera, cuando quiera. 

Pero, si hemos seguido en hilo de esta nota, ni el sentido ni mucho menos la verdad, es el resultado de la complacencia. Se requiere siempre una búsqueda, implicada en seguir ese curso que nos conduce al origen, a las cosas mismas, una ruta sin la radicalidad etimológica de Gadamer, preocupado por origen, pero sin perderla de vista al dar ese otro paso necesario, último, hasta llegar a verdad de  la cosa.

Si falta esta búsqueda se hace de noche en el mundo de las palabras, acosadas como están por el funcionalismo y el relativismo reinantes. Lo mezquino de este asunto consiste en que este gusano ataca también a las personas.

Mientras el funcionalismo se distrae con el quehacer, una especie de la Marta hacendosa bíblica, el relativismo se desentiende de lo esencial. Y a través de estos lentes, el hombre batalla para descubrir la realidad.






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