Para frenar la guerra y el odio: Sin "virtud", nada que hacer




Platón (427-347 aC)







A Platón nunca le faltan argumentos. En los Diálogos, en el sostenido con Menón, hijo de Alexidemo, Sócrates (469 circa-399 a C) pondera la belleza de su interlocutor y sus enamorados, mientras dilucidan el significado de virtud

Para ser "bueno" basta con saberlo ser. Esta es la teoría de Platón, puesta, en este caso, en boca de Sócrates.

Platón no podía conocer el libro del Apocalipsis, escrito por Juan, más de cuatrocientos años después, donde se indica la "caída del ángel" al encararse con Dios por soberbia. Los ángeles "sabían" de su rebelión contra el Creador, pero, sin embargo,  no obraron de acuerdo a su "conocimiento" (Su naturaleza espiritual angélica no necesitaba, como en el caso del hombre, del esfuerzo para obrar bien. Sólo debía identificar su voluntad con el querer de Dios. En fin, era otro tipo de esfuerzo, el querer, inhabilitado en su caso por la soberbia). 

De ahí la grandeza de la transgresión. Se obstinaron en su rechazo y permanecen en él, sin enmienda posible. Su rechazo es para siempre. No hay tiempo en su eternidad, y su voluntad no admite cambios. Tal es la gravedad, y su estado celestial se transforma en infernal: soledad absoluta con sufrimientos indecibles sin fin (¡gracias a la misericordia divina! no vuelven a la nada: ser es mejor que no ser).

Pero el amigo Menón, forzado a definir virtud, ensaya una primera aproximación, diciendo: Gustar de lo bello y poseer poder (para procurarse la virtud).

Los Diálogos, en el caso de Menón, acaban conviniendo sobre la virtud como un "don divino" sin así saberlo quienes la reciben, pues también en algunas regiones, incluso las mujeres, suelen llamar "divinos" a los "hombres de bien" (Algo así va a proponer santo Tomás cuando insinúa la necesidad de la "gracia divina" para una formación virtuosa).



Santo Tomás de Aquino (1225-1274)




Continúa Platón su diálogo y se refiere al alma, como el habitáculo de la verdad de las cosas (de ahí su "inmortalidad", noción nueva en la cultura griega); por tanto los hombres deben conducirse siempre con "la máxima santidad". Tal es la dignidad del alma.

El alma en su renacer,  debe "recordar" lo ya sabido en otras vivencias en "ese tiempo que siempre dura", y esas "reminiscencias" de otros ayeres traen el "saber" por medio de la indagación,  no de la enseñanza. La virtud, por tanto, siendo como es una cosa buena, no se puede enseñar si se desconoce en qué consiste.

Por eso cuando Platón, por boca de Sócrates, afirma que el hombre debe "buscar lo que no se sabe para ser mejores", admite en el camino de la virtud la "ley de la gradualidad", acompañada siempre de discernimiento (phrónesis), de modo que al alma le sirva  de guía en aquello que para el hombre es "bueno", y lo haga útil y no dañino, como pudiera ser la riqueza.

Lo más importante, sin embargo, es "saber" en qué consiste la virtud. Quien lo sabe, se dirigirá a su fin, siendo "bueno". Cuando ya se tiene el "conocimiento" se obra "bien". Basta saberlo para obrar bien. Se puede obrar bien sin saberlo, pero ya no se tendría el "conocimiento"; sería un "don divino" y se podría tener una "opinión verdadera", verdadera pero sin conocimiento.

La lección platónica ha teñido la historia de la civilización occidental en mayor o menor grado. Primero, la felicidad, el bien, es algo querido por todos. Segundo, cuando el hombre en su interior, después de una búsqueda, encuentra la esencia de la virtud, sabe el camino, que se descubre y no se puede enseñar. Tercero, el saber lleva irremediablemente al obrar, sin aprendizaje, pues quienes se consideran virtuosos no han podido enseñar la virtud a sus vástagos, como nos dice la vida de tantos, ayer y hoy. Por último,  ese saber la virtud escondida en el alma posee tal atractivo que guía al hombre a su felicidad.

Sin duda, esta visión del hombre, tiene  gran hermosura, capaz de animar en la historia a tantos hombres y mujeres, a recorrer el camino de la santidad. Una sencillez de vida, sólo eclipsada cuando por las rendijas se cuela la soberbia.










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