La vuelta del hijo pródigo

El hijo pródigo, de Marc Chagall.  Rembrandt ha hecho un clásico de su pintura del "hijo pródigo". Todos los relojes del mundo se paran en ese momento, cuando se ve al padre abriendo los brazos al hijo que, de rodillas, oculta su rostro en el seno paterno, mientras que,  en la versión del pintor Murillo, se incluye  al perro de la familia, que, habiendo reconocido al hijo,  trata de lamer sus piernas, ajadas por la necesidad y el largo camino.



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El "hijo pródigo" de hoy está confundido, sin embargo,  porque oye diferentes voces. Mientras algunas de ellas, llaman con fuerza a los sentidos para saciarse con las propuestas materiales de la vida, y luego le recriminan por haberse dejado llevar a ese lamentable estado donde ha caído, hay otro tipo de voz llamando a cada uno por su nombre, sin echar en cara la vida pasada. Debemos saber diferenciar entre las voces. Sólo Dios llama por su nombre a cada quien, y lo acoge siempre, como en la pintura de Rembrandt. Las otras voces, tientan, seducen primero, y luego echan en cara las acciones de ayer con remordimientos inacabables, pero nunca pronuncian el nombre propio de la persona; se trata de seducir, de inquietar, y de llamar luego a la desesperación, como en el caso de Judas, a quien le pesa la culpa de su acción, pero no recuerda siquiera la misericordia, ese momento cuando, unas horas antes, el Maestro le llama amigo.

Es decir, Dios llama a cada uno por su nombre. Nunca dice: --"Oye, tú". Podemos entonces reconocer su voz que dice: ¿Qué quieres que haga? Está abierto a lo que uno necesita: Señor, que vea, pide uno. Que mi hija esta enferma, sugiere otro. Otro: Mi hijo acaba de morir. Y a todos les brinda su apoyo. Sigue siendo verdad lo de "tener fe como un grano de mostaza", nada más, y podríamos cambiar el mundo con esa minucia. Para  Dios todo es posible, o, no hay imposibles para Dios. Entonces, ¿de qué nos quejamos? Tenemos por "padre" a quien todo lo puede y nos quiere con toda su alma. ¿Qué más se puede pedir?

Por eso, hay que distinguir bien entre las voz de Dios y la del diablo. Éste, inquieta, hasta llevar a la desesperanza. Jesús, por el contrario, aquieta: Vete en paz, nos dirá. Y así cuantas veces queramos, porque el amor nunca se acaba.



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