La cultura del "encuentro" (y el caso de Trump)







Encuentro. Encontrarse.

La mayor dificultad del encuentro es la indiferencia: consiste en no distinguir entre lo uno y lo otro, entre ésto y aquéllo. Pero no se debe tanto a una falta de "luces" de la inteligencia, sino a ese no estimar lo suficientemente algo como como para no confundirlo en la voluntad.

Las confusiones más dolorosas son las dadas entre las creaturas más parecidas, más próximas. Por ejemplo, un hombre con otro hombre. Mientras en los seres más disímiles (un león y una jirafa, por ejemplo) la dificultad al compararlos consiste en descubrir una característica  común (ambos son mamíferos, por ejemplo),  en aquellos seres más parecidos (el caso de unos hermanos mellizos) se debe encontrar aquella faceta peculiar en cada uno de ellos.  El no hacerlo puede lleva incluso a un enojo  perpetuo al confundir a los hermanos.

Dios, en su sabiduría casi ingenua, de padre bueno, suponía que su obra, hecha a imagen suya, causaría asombro al contemplarse las creaturas  más inteligentes unas a otras. El amor brotaría como un chispazo a "primera vista".

Pero no fue así. Sabemos incluso cómo entre las creaturas invisibles, las legiones de  ángeles, se entabló una espectacular batalla, sin reconciliación posible, debido al punto de la disputa: el pretender ser, llevados por la soberbia de algunos, el más "brillante", como Dios. 

Y en el caso de las creaturas visibles, la primera desavenencia, fruto del "encuentro" entre dos hermanos, resultó en un crimen horrendo: la perversión del alma no cesó hasta la eliminación de Abel por Caín a causa  de la envidia.

A partir de este momento, el  "encuentro" con los demás, con los semejantes, ha sido y es, con frecuencia, ocasión de desavenencias. Pero éstas, no están predeterminadas. Se puede elegir según el plan divino: amarse unos a los otros.


La indiferencia consiste en no querer descubrir ese algo divino encerrado en cada cosa. Quienes lo han descubierto, como el Poverello de Asís (cuya fiesta celebramos hoy) se abrazaba a los árboles y hablaba con los pájaros del bosque porque veía en ellos la mano de Dios. Su discípulo Antonio de Lisboa (llamado de Padua), echaba sermones incluso a lo peces del río cuando los hombres no le hacían caso. 

El papa Francisco ha insistido en este punto, y lo ha llamado la "cultura del encuentro". Pero se precisa de ese mínimo de atención de la voluntad, para que la inteligencia entonces discierna ese algo único, digno de hacerlo valioso:

         «Si yo no miro,– no es suficiente ver, no: mirar– si yo no me paro, si yo no miro, 
         si yo no toco, si yo no hablo, no puedo hacer un encuentro y no puedo ayudar a hacer una               cultura del encuentro».

El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, se pasma cuando descubre los rastros de su creador en sí mismo. Todos los grandes encuentros con Dios han partido de ese encuentro con Dios en lo más íntimo.

Después viene el encuentro con los demás. Y se descubre en ellos esa presencia sin remilgo alguno de quien ha querido a esa persona aquí y ahora, justo delante de mí, aunque esa persona resulte, como en el caso de Caín, ser un perverso, un hacedor del mal.

Sin ese encuentro con lo divino dentro de uno mismo, el querer empezar desde cero, como en el caso de Trump (primero América; luego, lo demás), no puede acabar bien. Esto no significa una descalificación a los propósitos del presidente de los Estados Unidos, sino una corrección desde el punto de partida: es el amor de Dios dentro de mí, lo que me mueve al encuentro con los demás.








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