Indicador de corrupción: ¿Hay algo que el dinero no pueda comprar?



¿Vida en el desierto?


"Poderoso caballero es don dinero", dicen los versos de Francisco de Quevedo (1580-1645), recogiendo así una realidad desde tiempos inmemoriales.

La pregunta es, si ese poder de compra manifiesto, tiene límites. La corrupción de nuestros días en todos los ámbitos amenaza con destruir la credibilidad incluso de quienes, por oficio, deberían velar por la justicia y su aplicación en todos los órdenes.

Sin embargo se nos advierte en el libro de la Sabiduría: todo el oro es como un poco de arena. Entonces, ¿de dónde viene tanto revuelo y presunción? 

Hay un enemigo del hombre, olvidado con frecuencia. Se trata de uno mismo, del corazón. De ahí surge todos los males, la codicia. El avaro no descansa, como si fuera un alma en pena. Inconforme siempre con su suerte, incapaz de disponer de sí mismo y de reconocer y dar gracias cada día por su vida o por su suerte, buena o mala. 

Quiere incidir quien así piensa en la suerte de los demás con ánimo de lograr su propio beneficio. Si pudiera, le gustaría suprimir la libertad del otro, pero eso es imposible. Recurren a la "persuasión", un concepto sin fundamento en la realidad, pero, como las sirenas en la travesía de Ulises, hechiza las mentes de muchos investigadores de la conducta y de los afectos. 

Persuadir, para estos sabios, consiste en arrebatar la libertad de los demás con cantos de sirena..., o por la fuerza. Pero la libertad es el regalo más íntimo del hombre, y nada ni nadie se la puede arrebatar. Sólo al claudicar uno de ese don porque quiere, debido al dolor o ante la promesa de una felicidad inmediata el hombre puede hacer entrega de su haber más valioso, como en el caso de Eva en la propuesta del "maldito". 

La corrupción entonces consiste en una querencia personal a cambio de la entrega de lo más valioso sin lo cual el hombre dejaría de serlo. Se repite la escena de Esau y Jacob. Aquél, hambriento al llegar de su trabajo, ve a su hermano comiendo un plato de lentejas y se lo cambia por su herencia de primogénito. El consumo inmediato de un bien, sin dilación, pone en peligro la esperanza, y, de alguna manera, se esclaviza al dejarse llevar por el momento, imposibilitando el vivir así la "entrega" de la "caridad". No le queda ya nada para entregar. Él mismo se ha convertido en otra cosa.

El rico parece dispuesto a todo en ese pasaje del Evangelio, pero su yo, su seguridad personal dependía de su riqueza. No estaba corrompido, pero no estaba dispuesto tampoco, como Abraham, a entregar lo más valioso: su único hijo. 

Nos cuesta aceptar que nuestra más valiosa posesión son nuestras miserias. Reconocer tal caso, avergüenza y duele, pero es la realidad, escondida entre paños y brocados de seda, posesiones secretas donde se apoya nuestra seguridad.

La corrupción entonces no se halla en la posesión del oro y la plata, sino en el pensar en la autosuficiencia conseguida con una base material. Es así como no hay siquiera un repliegue de mí mismo en donde se pueda descansar Dios. 

La corrupción comienza en la ausencia de Dios, lo  único verdaderamente valioso. Buscar por tanto el bien en otras cosas, lleva a un desierto.














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