¿Y qué es lo necesario? ¡¿Elegir sólo una cosa?! (NO SE RECOMIENDA ESTE POST).



Jardín del Museo Sorolla, Madrid.






Muchos suelen querer lo necesario (a veces, incluso, lo superfluo) y lo mejor (pero, con frecuencia este afán se exacerba, para  quedarse con lo mediocre,  sin lo bueno).

Esto ha ocurrido así desde el principio. La primera pareja humana, Adán y Eva, ha comido del "fruto" del árbol de la "ciencia del bien y del mal". Esa posesión de la "verdad", le permite al hombre, según expresa Yahvé con "ser como uno de nosotros", en lo referente al discernimiento y y el uso de razón. Pero, ese "conocimiento" fuera de los planes divinos, se convierte en  desobediencia encaminada hacia la soberbia.

La alarma divina, sin embargo,  salta cuando Yahvé considera la posibilidad de que el hombre tome además el fruto del "árbol de la vida", situado junto al "árbol de la ciencia": "Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre".  "Y lo echó Yahvé Dios del jardín del Edén".

En realidad, el hombre lleva en su corazón la búsqueda de la inmortalidad, pero correr tras lo "mejor" queda fuera de sus posibilidades y no es "bueno" ahora.  La preocupación divina narrada así por el autor, consiste en  querer evitar al hombre el materializar ese ansia de  "inmortalidad". Le supondría al hombre un tormento indecible vivir para siempre, una vez perdidos los dones preternaturales (se anuncia,  por ejemplo, que el "dolor" y el" sufrimiento" iban a ser compañeros de viaje del hombre en el dar a luz, en el trabajo). De ahí la expresión tan gráfica de "no alargue su mano y tome también". No era lo conveniente ni necesario, dada la condición del hombre.

El hombre se ve siempre en la tesitura de elegir. En el caso del bien, de la verdad y de la belleza, ¿qué elegiríamos? Antes de contestar debemos comprobar si nuestra capacidad de adecuación a la realidad y de reflexión están listas para enfrentarnos a las cosas. Por ejemplo, quedarse sólo en lo "atractivo" de algo podría llevar a la transgresión. Asimismo, la contemplación de lo que algo es, dejaría sólo en ensimismamiento, en "idea", lo que requiere de un fin.

En efecto, bien, verdad y belleza forman el entramado de un todo, el ser.  Una verdad, sin fin, conduce a nada; un bien sin verdad, abre la fuente al subjetivismo; o, la belleza en sí misma, un deleite carente de sustancia, han sido y seguirán siendo los extravíos potenciales del hombre.

En el mundo actual, a veces tan mezquino, al experimentar el agrado en lo visto (belleza), o la intelección al adecuar el ser a lo real (verdad), o al dedicarse a  lo necesario para alcanzar el fin de la persona (bien) se olvidan el agobio y las estrecheces de la vida.

Pero  no suele ocurrir así siempre. A la forma de considerar humana, al dividir  la "cosa" con el fin de explorarla,  si le falta luego la  reflexión,  no se logra la unidad de lo "visto", conjuntando lo disperso.

Cuando se recibe y considera  el todo de una vez,  produce asombro. No es para menos. Pero, en nuestro tiempo, si de algo se carece, es de reflexión. Casi nos hemos comido el tiempo. "No tenemos tiempo para nada", dicen. De ahí la torpeza en tantos juicios. Pero la falta de asombro se da ante la carencia de presentaciones "asombrosas" (valga la redundancia) pues al desestimar la realidad tal como es, surge el aburrimiento, el tedio, y se va  en busca de entretenimiento.

No se considera la dimensión temporal, patrimonio gratuito dado a cada quien al nacer, si bien en cantidades distintas. Pero esa dimensión del tiempo se extingue por definición, si bien se puede rescatar la intemporalidad en el silencio: admirabile dictu.

Considerar la verdad, y el bien y la belleza en la unidad del ser, deslumbra,  como cuando se escucha una sinfonía de sonido y color, donde la voluntad se rinde ante lo visto por la inteligencia mientras la integridad de la persona saborea el ser como un todo haciendo innecesario lo demás, lo superfluo: al apreciar el ser en su entereza nada queda fuera por desear.

La unicidad  del ser sin más, llena al hombre con su presencia. El hombre al contemplar así se unifica él mismo en su dispersión para hacerse ser.

Si se es capaz de guardar silencio se facilita la escucha armónica de la música encerrada en las cosas, en cada cosa. Y no se requiere optar bien por la verdad, o por el bien o por la belleza manifiesta o interior de lo contemplado. Porque al encarar el todo como uno, el hombre, seducido por la verdad y la belleza y el bien,  llega a ser lo que es reflexionando: distingue y luego une sin contradicción en la expresión silenciosa primero, oral después, de un juicio acerca de lo visto. En ese proceso de reflexión se desecha lo que, aunque parezca, no es.

La búsqueda de sentido culmina al conocer que se conoce algo y lo que esa cosa es, y se une al ordenamiento del proceso respecto a un fin. Al desvelar lo que algo es, se vislumbra también el fin y la belleza  encerrada en ello, porque tiene sentido.

Se puede adquirir, en silencio, el todo (verdad, bien y belleza) por el precio de uno. Esta es la dignidad que el hombre encierra. Y su perdición consiste en deslumbrarse sólo por una de esas dimensiones creyendo que se trata del todo.

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