En el sacramento de la Confesión, todo tiene remedio




Las primeras palabras de Jesús resucitado a sus discípulos: "A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados" (Jn 20, 23). Un hecho significativo que cuadra con quien fue anunciado como el Salvador del hombre (Mt  1, 21).







La primera ventana al mundo se abre en la familia..., cuando hay ventana y hay familia.

Los países más desarrollados económicamente apostaron desde hace mucho por cerrar las ventanas, las de la vida. Los hijos no ven la luz porque las mujeres han decidido no dársela. Cierran así la posibilidad a la vida.

La inseguridad anega la tierra entera. Incluso el claustro materno es objeto de esta amenaza. El más asediado. El más mortífero del planeta. Apenas se reflexiona hoy sobre la frase de san Juan: "La vida es la luz de los hombres; la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no la sofocaron". Pero elegimos andar  a oscuras. Vamos de la "ceca a la meca", como torpes e inexpertos, del lugar donde se acuñaba la moneda (ceca) al mercado (meca).

Las tinieblas han sofocado la vida, literalmente, como ocurre con el amasijo de cuerpos nonatos descuartizados por esos equipos de personas que se atreven a masacrar a una criatura humana, indefensa, carne de la carne materna, como ninguna bestia del campo se atreverá  a hacerlo: ir contra natura  a cambio de un dinero.

Al obrar así, dejan en la obscuridad a  las mujeres, aunque el discurso de la ONU y sus mercachifles hable de liberación, de derecho a decidir de la mujer sobre su cuerpo, frase donada como eslogan por aquel abortista neoyorkino, luego converso, Bernard Nathason, en su ayuda a la radicalidad de los movimientos feministas, entre las que se contaba Gloria Steinem (ahora de 82 años), quien tuvo mucho sexo en su haber con incontables parejas, según ella, pero sin hijos.

Nathason contaba sus crímenes por medio del aborto en 75 mil. Pero un día vio que la luz venía de la vida que él segaba. Y se hizo amigo de la vida, que desde entonces defendió, arrepentido, hasta su muerte. Quienes trabajaban en su negocio, compuesto en su
mayoría por médicos jóvenes, acababan en la locura y, algunos, en el suicidio, según el testimonio del mismo doctor Nathason.

Eran los años en que la ahora candidata a la presidencia de Estados Unidos, Hillary Clinton, se animaba a enseñar sus cartas feministas, defendiendo en China, año 1995, con el eslogan propuesto por Nathason, el derecho de la mujer a abortar si su cuerpo se lo pedía. 

No importaba que los cuerpos de los nonatos se quemaran con sal, se descuartizaran y aspiraran para hacerlos irreconocibles y más fáciles de manipular, o si justo en el momento de asomar su cabeza fuera del útero materno se atravesara su cráneo con una punción silenciosa. 

¡Cómo vamos a tener paz en la tierra, si estamos amenazando la vida desde su aparición como una débil luz destinada a iluminar el camino de la esperanza!

Caminamos a oscuras, aunque los principales de la política mundial, entre quienes figuran algunos de los principales defensores del aborto, se reúnan en Colombia para festejar la paz de una guerra delante de más de 2,500 invitados de todo el mundo, después de 52 años de matanzas (200 mil), una cifra insignificante si se compara con los más de 40 millones de infanticidios ¡cada año!

Y nadie asiste a esta tragedia, ahogada en el llanto de las mujeres que consintieron este exterminio, hecho costumbre: Unas mujeres que llevaran de por vida este crimen, al que también dieron su aquiesciencia sus progenitores varones, los médicos y enfermeras, en las salas oscuras, lóbregas, casi tanto como sus conciencias.

Esto no quiere ser una condena. Es una llamada a que alcancen el perdón, en este año de la misericordia, por medio del sacramento de la confesión, al arrepentirse de un crimen que, fuera de este 2016, se dirimía por cauces más complicados para obtener el perdón.

Por este arrepentimiento, bien valdría la pena organizar una gran fiesta. Como la de la conversión del doctor Bernard Nathason: es la fiesta de la luz.















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