Dios necesita buenos publicistas (No leer si está tomando antidepresivos)




No esté tan seguro de que este sea el caso.




Dios es palabra. Por tanto no cesa de comunicarse. El silencio de Dios es sonoro. Su voz resuena por todo el universo. En el caso del hombre, hecho a su imagen, recibe el don de la palabra

Sólo el hombre recibe este don del habla. Los ángeles pueden hablar cuando se dirigen a un ser humano, pero no necesitan hablar para comunicarse entre ellos. Eso no quiere decir que los ángeles carecen de intimidad, pues son personas. Pueden comunicar lo que quieren a quien quieren sin ruido de palabras. Intelectualmente envían y captan los mensajes sin apenas transcurrir el tiempo (nuestro tiempo) porque sus palabras no ocupan espacio (nuestro espacio). Su comunicación es conceptual.

En el caso del hombre también su comunicación es conceptual... y sensorial, pero requiere de tiempo, en parte, y se da en un espacio concreto. La tecnología, sin embargo, va "reduciendo" la necesidad temporal a mínimos impensables, y el espacio se hace "ilimitado", extendiéndose su cobertura por todo el universo, como vemos en los viajes espaciales en nuestra galaxia.

En efecto, se da una relación "inversa" entre espacio y tiempo en los sistemas de comunicación actuales. Esto significa que al reducirse el tiempo entre el envío y la respuesta a un mensaje, apenas queda tiempo para pensar aunque se disponga de él. La diferencia con una conversación cara a cara estriba que en los tiempos dedicados al silencio, quizá invertidos en pensar, se puede seguir leyendo el rostro, los gestos, los ademanes del interlocutor. Pero no queda nada para leerse en una conversación a larga distancia. Los silencios se hacen eternos y dan a entender que "algo" anormal ocurre al otro lado del aparato con esa persona con quien se conversa. Por eso casi se eliminan por completo los silencios. Y con ellos la reflexión.

Entonces, como resultado de estas tecnologías aplicadas a la comunicación humana, se habla sin pensar apenas. Y cuando el hombre no piensa, deja de serlo. Se van reduciendo los campos de la expresión a lugares comunes, a reacciones mecánicas, a respuestas y preguntas sin fundamento.

Lo que se pretende decir aquí, al partir de ese Dios que, por ser palabra y amor en un mismo ser, simultáneamente, la palabra es siempre expresión del amor. Diríamos a lo humano, que el amor empuja a decir lo que nos quiere. Por medio de las cosas creadas, a través de los acontecimientos, en lo propicio y lo adverso.

El problema de nuestra relación con Dios es temporal. Para él no hay tiempo. Es en un presente continuo sin cambio en su siempre nuevo rostro. De la novedad de su rostro nace también esa palabra amorosa siempre nueva que no se extingue, como el amor mismo es para siempre. 

La relación entre las personas divinas, es siempre actual en una Palabra dicha por el Padre que expresa la totalidad de su ser y de su contemplación amorosa procede el Espíritu Santo. Relación inextinguible en el seno de la Trinidad misma. Pero de cara al hombre, el Creador no cesa de comunicarse con sus creaturas, porque en cada instante las mantiene en el ser que han recibido, cada una de ellas de manera específica.

Por eso, la palabra se manifiesta en cada hombre de manera distinta, de la misma manera que el amor con la que se crea es también distinto para cada uno de ellos. Ese amor, podríamos decir, le hace soñar a Dios con el plan concreto previsto para cada creatura. Loco de amor con cada uno se vuelca para que se vaya concretando ese plan, y en eso consisten las delicias divinas: un juego personal con cada uno de los hombres, que, respetando la libertad donada, estimula a seguir creciendo hasta conseguir la felicidad.

Y la palabra del hombre, aun siendo la misma, se renueva con el amor que encierra. Al ver las cosas, al tratar a las personas, el cariño hace concebir  lo visto  con el corazón; si no se queda en ruido (flatus vocis). Al romper nuestros vínculos con la palabra, que es la verdad, el hombre se queda vacío, diciendo nombres que no se corresponden con la realidad.

Por eso, para ser feliz se requiere sólo una cosa. Jugar a ese juego divino, sin hacer trampas, sin pretender otra cosa que ese moverse de acuerdo con las reglas previstas, pues toda la anatomía de nuestro ser particular, se ha previsto para ganar libremente ese juego personal con Dios, que nos va a hacer inmensamente, plenamente felices.

De repente se oyen voces como venidas de Dios. Pueden ser esos profetas que saben escuchar y nos transmiten ese momento del rostro divino actualizado, el mismo, pero siempre nuevo. Son siempre necesarios para oír a esa palabra que, por serlo esencialmente, no deja de hablar al hombre, a sus creaturas.

En esto consiste el juego de la santidad: en jugarlo según el plan divino personalmente con él. Anunciar esta verdad encierra el encargo divino dado a muchos desde el principio.








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