La familia en Filadelfia

La familia católica es la solución.

De camino a Filadelfia, Houston nos recibe como primer puerto de entrada. Miles esperan en filas serpeantes sin dirigirse la palabra. Gentes de todo el mundo van avanzando hacia los  puestos de control con ritmo cansino. Los altavoces colgados del techo dan la bienvenida a los pasajeros en diversos idiomas, una palabra para cada idioma, acaso dos, con un sonido eléctrico, frío. 

Las horas pasan y el tiempo del próximo vuelo se acaba. Salgo de la fila y localizo por fin una supervisora. "---Voy a perder el avión porque al paso que vamos no me  alcanza el tiempo", le digo. Responde: "---No es mi problema. Vuelva va la fila. Hable con la aerolínea, cuando acabe el trámite".


Alegar, en vano. De las cuarenta cabinas de recepción sólo cuatro daban servicio. Por supuesto, perdimos el vuelo. El último control lo atendía un señor risueño. Le dije lo del vuelo. "---No se preocupe", comentó. "---Peor sería tener cáncer", apostilló con una sonrisilla. "---Escriban a su congresista para que amplíen el presupuesto y así abrirán más puestos de atención al público". 

Una vez llegados a Filadelfia, había que inscribirse en el World Meeting of Familes a la mañana siguiente. Miles de personas llenaban la totalidad del Salón de Congresos de la ciudad. Había filas y desorden. Todos querían ayudar. La alegría contagiaba. Los venidos de Nigeria, al llegar, con vestimenta típica, recibieron un recital de aplausos. Los niños corrían por doquier. Laicos de todas partes, frailes, curas y monjas llenaban una extensión de proporciones parecidas a las del aeropuerto. Todos hablaban con todos, la sonrisa en cada rostro animaba a responder de igual manera.

La diferencia de este lugar, risueño, con el aeropuerto de Houston, sombrío y triste, es  la familia católica que de verdad vive sus valores. El problema no es la familia, sino si podemos seguir viviendo sin ella.


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