Adecuarse a la realidad: así se concibe la palabra

La palabra es relativa a ser persona, no a la naturaleza. Es decir, no se habla por tener una cierta naturaleza, sino porque se es persona. Y debemos añadir: la persona tiene a la naturaleza; no al revés. De ahí que el hombre sea libre.

En esa distancia entre palabra y naturaleza, media la libertad. La libertad es amiga de la palabra, que no le compete tampoco a la naturaleza. Por eso, los animales ni hablan ni son libres. El hombre elige lo que quiere decir y cómo decirlo.

Ahora estamos en una mejor posición para ir adentrándonos en la verdad, por una parte, y en el amor por otra. El amor requiere de un encuentro con alguien, al que se le da una "respuesta espontánea". En el amor no hay tal como una premeditación, una razón ponderada para amar. De alguna manera nos sorprende el modo de ser del otro, sin cálculo de por medio, porque no hay nada que calcular: el amor esencialmente es sin fin y así conviene a la continuidad de la persona. 

Le ocurrió a Melinda, una ejecutiva estadounidense, quien había redactado las 16 condiciones  para comprometerse afectivamente con una persona. Pero cuando fue a Roma, el guardia suizo de la entrada al Vaticano, con una mirada, le robó el corazón. Claro, luego descubrió que el tal guardia tenía esas condiciones presupuestadas por la razón deliberadamente.

Asimismo, nos encontramos con la "realidad" y nuestra naturaleza no tiene nada que decir.  Simplemente, acepta el bien que la inteligencia de la persona le presenta. Es la persona la que es capax veritatis (capaz de conocer la verdad, o creada para la verdad). Y la verdad  se descubre al encarar lo real, más allá de lo útil. 

La ventaja de que la verdad esté en el origen significa para el hombre que puede ir ajustándose a ella en cada paso dado, aunque de hecho haya una tendencia a desvirtuar el rumbo, que necesita  de un rectificar continuo mientras se está en camino. La dispersión física del universo después del Big Bang, no es entonces el símil perfecto para el hombre. El hombre, aunque también se dispersa, siempre puede, antes del final, por mucho que se aleje,  remitirse a la verdad nativa de donde ha salido, en la que se encuentra el sentido de la vida. 

Por ejemplo, tanto Marcel Proust como Stefan Zweig figuran entre los maestros de la palabra en los comienzos del siglo XX; farragoso el primero, elegante el segundo. Proust objetivaba su intimidad, hecha jirones, a partir de los recuerdos de su memoria, para así ser el autor de su propia vida. Dice Robert Spaemann que quien miente debe tener "buena memoria y sangre fría". Recluido en un salón acondicionado contra el ruido, Proust trabajaba de noche y dormía de día. Vivía aislado. 

Stefan Zweig, por el contrario, requería de la vida social y construía paradigmas ordenados aun en medio de las tormentas sociales, poniendo a salvo su yo. 

En ambos casos, la verdad reclamaba su lugar en su vida, ese  Dios de sus padres (hijo de madre judía, a quien adoraba, Proust; judío entero, Zweig). Pero no podían escuchar, porque al irse  dispersando, huyendo, no se remitieron al origen de su intolerancia o de sus miedos.

Ambos, contemporáneos algunos años de su vida,  conocian la primera parte del mandamiento primordial del Sinaí: amar a Dios sobre todas las cosas, y que ese saber se aniquila al encerrarse excesivamente en sí mismo. Sin ese amor no se puede vivir la caridad (ni siquiera consigo mismo), que es la síntesis de la Ley, ni tampoco con el prójimo.

Zweig huyó con su esposa a Brasil en medio de la II Guerra Mundial. No encontró la paz en su huída. Tenía todo el talento del mundo. Su esposa y él se suicidaron. 

Quizá su intransigencia le maniataba su libertad. Así nos cuenta el autor sobre sus lecturas, su principal ocupación:

 ...el inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Solo un libro que se mantiene siempre, página tras página, sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles que les quitan tensión y les restan dinamismo (Wikipedia).

En efecto, la palabra  nace al contacto con la realidad,  pero podría asfixiarse si se detiene en los recovecos del yo, hita de presentimientos impuestos por la inadecuación a la realidad. Stefan nunca se adecuó, porque, según él nos cuenta más arriba, tenía buenas razones para no hacerlo. Tampoco Proust quiso hacerlo.





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