¿Creer con el corazón? El regalo de la fe








En apenas unas horas, el camino a la Navidad aparecerá claro para casi todos. Quedará atrás el barullo de todo un año, repleto de sorpresas, agradables unas, no tanto otras. Es la hora de sopesar  "tantas idas y venidas", por si alguna  de utilidad hubiere sido,  como cantaba Tomás de Iriarte en su fábula de la Ardilla y el caballo.

La manera de sopesar nuestros actos, la técnica, hoy tan pujante, no puede ayudarnos mucho. La razón es simple: el bien hacer no se mide, porque ni dimensión tiene. Decimos "sopesar" como hacer un alto en el  camino y ver si la dirección emprendida nos acerca al fin, como hacían los caminantes y quienes navegan, mirando a las estrellas.

Perder el tiempo sería distraernos por el camino con el vuelo de las mariposas y los colores del campo, sin mirar a dónde van nuestras pisadas. En este caso la muerte no tendría sentido porque la vida tampoco lo tuvo. ¡Importa tanto el "aprovechamiento" del tiempo! Es decir, se debe "invertir", mientras dure el tiempo, para que se dé el crecimiento humano. En este aspecto la "economía" podría enseñarnos a  sustentar este principio, aunque no trate de "fines" sino sólo de "condiciones", necesarias quizá pero insuficientes, para alcanzar ese fin.

Decir  que a esta  le falta un trozo es cierto, pero ese faltante no la determina como fruta o como símbolo de una conocida marca de tecnología. A un bebé, más pequeño que el tamaño de un grano de arena (como le gusta ponerlo a Marta Shahbazi, bióloga española trabajando en Cambridge) sigue siendo una persona, si bien hasta el día 14 del embarazo el embrión sea susceptible de dividirse para dar lugar a gemelos. Pues bien, en ese momento, el alma no se divide sino que en el momento de la concepción ya había dos individuos aunque físicamente no se alcanzaran a ver. Ser persona no es algo que se alcance a ver con un microscopio.

La carencia o el tamaño no es la medida de la persona. Si se es persona significa que se era desde el principio, con alma y todo. Físicamente se puede crecer, pero la persona ya estaba ahí.

La fe, lejos de maniatar al hombre, libera a la razón de su insuficiencia racional para adentrarse en el misterio y ver la realidad en su completitud, por ejemplo, al hijo de Dios en la desnudez de la criatura humana, a punto ya de nacer en Belén. 

Entonces, el precio de no tener fe es quedarse a medias y no "ver" a una persona en un embrión aunque tenga el tamaño de un grano de arena; o no ver a Dios encarnado en la realidad de un niño recién nacido. 

Es así cómo, por medio de la fe, se puede llegar a creer con el corazón. ¡Ah!, y la fe es un don dado gratis.


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