La grandeza de lo ordinario

Los novelistas de fama mundial, aquellos que acumulan premios de cada rincón donde van, confiesan a veces la fuente de su inspiración a la hora de ir escribiendo una novela.

Suelen apoyarse en hechos controvertidos, salidos de lo ordinario más de las veces, pues, según ellos, lo de cada día no da mucho de sí para las grandes novelas. 

Muchos de ellos, autores  sin Dios, arrancan su trama a partir de su experiencia de algún suceso insólito, donde entran en juego las fuerzas internas más sórdidas de la personalidad conducentes a una trama de complejidad creciente, donde van apareciendo acciones poco convencionales, emanadas desde los rincones  más oscuros del hombre, y  la persona parece un títere de las circunstancias. 

Por ejemplo, el erotismo es una de esas fuerzas directivas de la vida del hombre, usadas como escape de una realidad malquista. Para salir del agobio de la monotonía, de las tensiones de la vida diaria, de incomprensiones y rechazos, el hombre busca refugio en experiencias injustificables, para paliar en parte la desazón y el sentirse encorsetado por espirales de una fuerza invisible, pero real, al parecer sin salida.

La delicadeza en el trato, el desinterés en la ayuda prestada a quien no puede corresponder en ese momento, la amistad materializada en una mirada, en una palabra, en un gesto de amigo, sin esperar nada a cambio, no suelen ser clientes asiduos de las novelas de hoy en día. 

Se trata de explicar las reacciones del hombre con base sólo en las pasiones, que evolucionan con frecuencia hasta las últimas gradas de la pervesión humana. Y como todo ello es posible, los personajes se sumergen en situaciones de donde ya no pueden salir, y al encontrarse en estos inframundos, se dan a todo tipo de relaciones sin freno alguno.

Al recorrer estas páginas de tantas novelas pintorescas de hoy, se da uno cuenta de la falta de libertad de los personajes. Su prisión viene dada por el lenguaje, que los detecta y encuadra; por su vestido y las maneras de moverse; por faltas de lealtad y de tantas promesas incumplidas; por su vacío y la falta de esperanza, pues no tienen fe. 


Sobrevivir  así requiere de argucias para continuar engañando a los demás y a sí mismo. En primer lugar se desentienden algunos de estos autores reonombrados de una dimensión básica del hombre que se pregunta por su origen y por su final. Suelen acomodar la vida en las pasarelas del escepticismo, o, si han logrado triunfar, en los patrones de una existencia burguesa con aspiraciones de eternidad, sin pensar en ese más allá, siempre inoportuno con sus reclamos.

En fin, no se pueden forzar las formas de ver, de mirar, de pensar y, sobre todo, si cabe, de reflexionar. Pocos encuentran la grandeza de lo ordinario, lo de cada día. Las vidas de los grandes personajes de la historia para un creyente, gente como María de Nazaret y su esposo José, viviendo en un pueblo de apenas dos centenares de habitantes, que alcanzaron la cima de la heroicidad de las virtudes humanas, nos pueden enseñar en qué consiste de verdad la grandeza.

Con ellos vivió Jesús de Nazaret, su hijo, que restituyó al mundo la perdida de su gracia original, y con ello, la fe y la esperanza. Pues bien, esta familia sencilla ha sido tema de mil libros y su presencia se agranda con cada una de esas nuevas publicaciones, que no acaban de contar nunca esa historia de lo ordinario vivido por almas grandes, que saben amar.



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