El placer sexual y la Iglesia

Estados Unidos se las pinta solo para las estadísticas. 

Hace unos años, al principio de mis tiempos de estudiante de posgrado en ese país, en la primera propuesta de trabajo escrito al titular de la materia de Investigación de los media, propuse un tema sobre la influencia de los valores en los contenidos de la televisión. 

Esta propuesta sobre la que yo no tenía  minguna duda, necesitaba de matices, y con ese fin preparé una entrevista con el profesor. Después de analizar el boceto del trabajo, me espetó: "Tiene usted alguna evidencia sobre esto?"

No me lo podía creer. Parecía obvio y no se necesitaba de más, según yo, que un precisar sobre qué tipo de programas se esperaba encontrar qué tip de efecto. Pero de ahí a buscar una evidencia, hay un abismo. Se puede decir que, desde el teatro griego, se han dado obras de muy diverso sesgo al tratar temas parecidos, y basta con decirlo para que surja la aprobación.

En fin, esto viene a cuento del placer sexual. Con la mano en la cintura, sin mover un músculo de la cara, se dicen cosas como esta: "La furiosa condena del placer sexual por la Iglesia ha aspirado, qué duda cabe, a realizar la vida eterna con la táctica de hundir la euforia de las emociones terrenales, a veces sencillas de alcanzar". 

La cita, un poco amplia, tiene sus asegunes en el qué duda cabe del autor. Este periodista no da otra razón que un parecer subjetivo que le basta para juzgar a toda la Iglesia. No en vano la columna se llama Porque lo digo yo, una frase muy científica para quienes piden luego rigor en las declaraciones de los demás.

Lo que siempre se ha dicho, desde los tiempos de Moisés al presentar los Mandamientos al pueblo judío, no se refiere al placer sexual en absoluto. La versión primera del Decálog prohibe la "fornicación". Nada más (ni nada menos).

Esto seignifica que las relaciones sexuales se circunscriben al ámbito del matrimonio. Todo lo demás, no tiene sentido por mucho que le guste al periodista en turno. 

No es la Iglesia la que prohíbe el placer, sino que es Dios mismo el que ordena las relaciones sexuales, con placer o sin él, a las mantenidas por un hombre y una mujer después de los desposorios. 

El que me gusta, el que yo quiero así o asá nada dice de la rectitud de un acto dispuesto para ser fecundo, aunque no siempre lo sea porque la naturaleza no acompaña, no porque se separa la dimensión unitiva de la procreativa.

Estas dos dimensiones es lo que se pide a cualquier anto sexual dentro del matrimonio. Lo demás, por lo que se refiere a la Iglesia, es lo de menos, mi querido periodista.





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