Los abusos sexuales en la Iglesia: ¿cuestión de fe o de dinero?



La vida de los santos  no es sino la interpretación diversa de la "única" partitura del amor.





En un mundo materialista el movimiento se da se en torno al dinero. De este remolino no se escapa siquiera el asalto a la Iglesia, ahora por causa de los "abusos sexuales" del pasado o del presente. Los reclamos, en muchos casos, tienen un cierto olor a podrido. Un tufo  creado  en el tóxico basurero del sexo, del dinero y de esas mentiras a medias manejadas convenientemente por los media. 

Veamos. Un aspecto crucial de la relación entre un creyente y la Iglesia es el carácter materno de ésta, si bien esta faceta no parece preocupar a nadie especialmente. La Iglesia es ante todo Madre de todos los fieles católicos. En esa relación se da un clima natural de confianza, difícil de encontrar en otras relaciones. Cuando alguno de los hijos de esta "madre" falla en su relación con los demás hermanos en la fe, se produce sin duda un daño y  desconcierto singular entre los fieles, en especial si ese daño procede de los hermanos mayores de la jerarquía.

La Santa Madre Iglesia sufre con estas actuaciones, tan alejadas de sus fines.  Son pocos, sin embargo, quienes acuden, a defender a esa "madre" en el momento necesario. No se trata de ocultar el mal, sino de reparar, de acompañar a quien pueda necesitarlo. De la salud de los hijos depende también el bienestar de la "madre".

La caridad no se relaciona con ser "pusilánime", una conducta de cobardes, sin compromiso. Se relaciona con la reciedumbre y la compasión. Como en el juicio de Salomón de aquellas dos mujeres, ambas reclaman la maternidad de aquel hijo vivo, sin querer reconocer al otro, muerto por asfixia durante la noche mientras dormían. Aquellos cuya filiación con la Iglesia está "viva" se duelen y mucho de las afrentas causadas por quienes sin pudor alguno, bien por debilidad o por malicia, avergüenzan a la "madre" de todos y la exhiben públicamente, causan sin duda un gran daño y deberían, por su bien, dirigirse al ámbito de la justicia y responder del mal infligido a esos otros hijos de la Iglesia, cuando se aprovecharon desde una posición de "poder" de su inocencia. 

Mientras, los buenos hijos se duelen y quisieran reparar de la mejor manera posible, sin causar escándalos innecesarios, a esos hermanos en la fe envueltos en los llamados "abusos sexuales".

A quienes acusan y airean los "abusos" de algunos, dan ganas de decirles: si están libres de pecado tírenle piedras a la Iglesia. Pero si se trata de ayudar a reparar, entonces se debería denunciar la transgresión delante de las instancias de la justicia apropiadas, eclesiásticas o no, procurando "acompañar" a los afectados con el fin de no perder a nadie de los enredados en las zarzas del camino.

La raíz de estos problemas se halla en la falta de intimidad con Dios, donde se halla toda la felicidad posible. Cuando esto falta, se busca la intimidad con las criaturas, un paso en falso encaminado a la perdición personal y quizá de los demás. La castidad nace del amor. No es una represión, sino una entrega gozosa. En la primera redacción de los Mandamientos en el monte Sinaí, el sexto mandamiento no habla de "acciones impuras" o de "abusos sexuales". Dice escuetamente: "No cometer adulterio". Es decir, guarda las relaciones sexuales sólo para el ámbito del matrimonio. Los demás detalles, sobran. Sobran porque son consecuencia de no haber vivido el primer mandato de la Tabla: el del amor.  

No porque alguien sea homosexual o célibe tiene derechos especiales en esta materia. Si alguien mantiene ser homosexual, no se le debe  rebatir; por el contrario se le debe ayudar a vivir la castidad en toda su integridad, durante toda la vida. Asimismo, quien haya elegido el camino de vivir el celibato, debe ser el amor el  referente de su vida, sin tomarse concesiones de ningún tipo. Pero la castidad llama también a la puerta de los casados para vivir el acto conyugal de manera "unitiva y procreativa", sin tapujos y abiertos a la vida. Cuando el "primer mandato" falla, entonces el semen de la lujuria se desparrama por doquier, amparado en mil razones sin fundamento alguno.

Entonces, a quienes van al Seminario para emprender la carrera sacerdotal, se les debe enseñar a vivir la castidad como célibes; y a quienes eligen  el camino vocacional del matrimonio, debe también enseñárseles la exigencia de una fidelidad sin cortapisas. Si no, más les valiera no emprender esos caminos.

Cuando ocurren desgracias en el camino sacerdotal o en el del matrimonio, hay una tendencia a ocuparse "sólo" de las "consecuencias", pero se suelen olvidar los "principios". Estamos ante una cuestión de "principios" cuya omisión puede tener muy  "graves consecuencias".

Las "consecuencias" de no vivir la virtud de la castidad pueden ser muchas, y cada una deber ser atendida de la manera adecuada. No se trata de sacar a relucir "nuevos casos" a base de forzar las mentes  insistiendo en razones de la "memoria histórica", para sacar así,  a la luz pública lo que ni  siquiera los afectados quisieran revelar porque ocurrió, por ejemplo, hace 25 años o más, como ocurre en el 95% de los casos de "abuso sexual", o porque ya ha prescrito y no  es oportuno revelar la los media la intimidad de algo de suyo doloroso.

Tampoco se trata de esconder nada. Se trata de dar su lugar a cada instancia con el debido respeto a las partes, con ánimo de reparar y "acompañar" a quienes sea necesario para que la caridad así vivida, reavive la fe.

En última instancia se trata de salvar el alma. Y quienes son verdaderos hijos de esa Madre que es la Iglesia, deberían ocuparse de este cometido. A quienes, poniendo los medios necesarios, aunque duelan, se arrepintieran,  serían causa de gran alegría. De lo contrario, a todos nos dolerá su perdición.

¡Ah!, pero estos problemas no se solucionan con indemnizaciones, con dinero,  aunque, en alguna ocasión particular, pudiera convenir este tipo de ayuda dentro de un marco más amplio, en donde se vea a cada persona en su contexto. El problema de los "abusos" no es un problema "cuantitativo".

El daño puede ser, según los casos, realmente profundo y duradero. No resulta fácil hablar de estas experiencias especialmente cuando en el entorno no se espera ni por asomo nada al respecto. Los padres de familia envían a sus hijos a los colegios y a las parroquias con un esa seguridad en las instituciones aquilatada durante siglos, miles de años. 

Esa confianza entonces es el fruto de cientos de años de relaciones delicadas, normales, sanas. Si se daba algún caso de "abuso" de esta confianza, el principio práctico vigente  era el de "la ropa sucia se lava en casa". Es decir, quienes se han visto envueltos en situaciones de este tipo, han decidido callar para evitar la vergüenza de andar en el mercado de los "dimes y diretes", poco receptivo a oír este tipo de experiencias y, menos todavía, a tomar cartas en el asunto.

Las correcciones, cuando se daban, no solían trascender por lo general fuera del ámbito en donde ocurrían. Sólo la confesión de estos incidentes a personas aptas para orientar la conciencia de quienes padecían estos abusos y el tiempo, podrían ir limando las reliquias dejadas en el recuerdo de tales acontecimientos.

Lo delicado de estas situaciones no tiene sólo un plano. Admite toda una serie de implicaciones por parte de los involucrados, difíciles de calibrar desde fuera, sin tener todos los detalles. Una buena razón para no dejar estos problemas en manos de los media










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