San Lorenzo y Servet: la fe de dos aragoneses y la hoguera

Han transcurrido más de mil doscientos años entre la muerte en la hoguera de dos aragoneses, que, debido a la defensa de su fe, fueron condenados a morir en la hoguera.

San Lorenzo, nacido en Huesca, España, muere en el año 257 en la ciudad de Roma. Era uno de los siete diáconos de Roma (un número igual al de los primeros de Jerusalén) en tiempos del papa Sixto, mártir y santo que murió tres días antes de Lorenzo. 

Lorenzo se dedicaba al servicio de los pobres, según las disposiciones que, desde el tiempo de los apóstoles, dadas a los primeros siete diáconos de la Iglesia en Jerusalén, "hombres de  buena fama" y "llenos del Espíritu y de sabiduría". Aunque su oficio no se limitaba a la distribución de los bienes a los más necesitados, según podemos ver en la vida del primer mártir Esteban, hábil expositor de la doctrina cristiana, sin embargo, era la principal encomienda cuando fueron llamados al servicio especial de la Iglesia.

Esteban dio la vida por predicar a Cristo resucitado, y Lorenzo, dos siglos más tarde, le seguiría por presentar ante las ambiciones del alcalde de Roma, las riquezas de la Iglesia. Reunió para tal fin a todos los pobres que  pudo y se los mostró al alcalde, como la verdadera riqueza en este mundo. Le pareció que la verdad de Lorenzo era una broma de mal gusto, y lo condenó a morir quemado a fuego lento.

La leyenda cuenta que aun en medio del tormento no perdió el buen humor. Pidió a sus verdugos que le dieran la vuelta pues ya estaba suficientemente asado de una parte.

Miguel de Servet era también aragonés, intelectual humnanista al uso del siglo XVI. Conoció en la corte de Enriique VIII a su esposa Catalina de Aragón, de la que fue tutor. Sin duda, se habrían intersectado sus caminos con los de Tomás Moro, Canciller del reino y a alguno de sus humanistas invitados a la Corte, como Erasmo de Roterdam.

En Londres conoció también a un severo Calvino, de Ginebra, quien se encargó de urdir la trama que acabaría con la vida de Servet, primero en la cárcel, después en la hoguera. Todo porque en una visita del aragonés a la ciudad ginebrina, quedó claro su discrepancia sobre Dios; trinitario para Servet, unipersonal para Calvino.

Padeció Servet una muerte horrible, quemado a fueg lento, un castigo poco común, reservado para casos extremos. Calvino era un fanático, y Servet no cedió en su fe, ante la ausencia de argumentos por parte de su acusador, que, sin bien manejaba los hilos de la trama, no le correspondía mandar el asesinato de este dintinguido visitante.

El amor y la compasión nunca cupieron en la mente de Calvino. Su severidad extrema le llevó a idear unas prácticas de vida que desentonaban con los más sencillos principios del cristianismo. La indulgencia por otros no cabía en su concepción religiosa llevada a rajatabla, en su oficio de perseguidor de otras doctrinas diferentes a la suya. Y Servet fue martirizado por este personaje por interpretar la Biblia a su modo, distinto de la de este reformador implacable que fue Calvino.

En ese tiempo, otros reformadores de la talla de Zvinglio y Lutero detestaban aplicar la muerte a quienes discrepaban de su concepción doctrinal.

Mientras en la vida de otro mártir de la fe del siglo XVI, Tomás Moro, no desaparce el buen humor en las mismas puertas de su decapitación, en la muerte de Miguel Servet no se vislumbra esta faceta durante sus últimos días, tal como nos los cuenta el ensayista Stefan Zweig en su obra Castellio contra Calvino. Pero sí aparece su tozudez que le impide dar el brazo a torcer en sus juicios de conciencia, al modo del antipara Luna en tiempos de los tres papas, durante el siglo XV: "En Peñíscola murió, aunque no tuvo su cuna, el antipapa Luna"

De la tozudez de este antipapa de Aragón viene la fama de los aragoneses en permanecer firmes en sus posturas. Al menos, al aragonés Lorenzo, le valió la corona de la vida, sin perder la caridad, aun en sus momentos más cruciales. En eso, se parce más a Tomás Moro; en la tozudez, a Miguel Servert y a Luna.






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