Cuando todavía hay tiempo

Apenas amanecía. Un soplo intenso sacudió la habitación. Era un terremoto. Las cosas bailaban en las estanterías. Y el largo oscilar del suelo, onduladamente, casi mareaba. 

El logos, elemento inteligente, va ordenando el caos para inducir  orden y, así, paulatinamente, transformarlo en  cosmos. 

Por decirlo de alguna manera, si se produjera un descuido en ese logos, racional, aunque sólo fuera por un instante, el desorden saltaría a un primer plano, destacando entonces los primeros efectos de lo que bien pareciera ser un ensayo del principio del fin.

Una sutileza abstracta, elegantemente pensada,  responde en silencio al desorden aparente con una ecuación inimaginable para caulquier criatura, que se va resolviendo mientras el hombre avanza en la vida en el ámbito del espacio y del tiempo, hasta llegar a un punto final, abierto  al infinito, donde la luz diáfana se convierte en el todo del paisaje, desde donde arranca el ser humano para transformarse en  luz, más brillante que cualquier sol de la tierra, pero inferior a la luminosidad que lo envuelve desde el inicio del  recorrido,  un túnel donde se acaba el tiempo porque ya se ha llegado al final del destino,  inalterable pero siempre distinto, pues ese escenario cambiante dura para siempre.

Esa luz que acompaña y tranforma es el amor que, por ser tal, nunca se acaba y se renueva ininterrumpidamente.

La falta de luz, petrifica la oscuridad para siempre, convirtiendo en roca salada, amarga, el ser precipitado en la gehena hedionda.

Hay que elegir, ahora, entre el amor y silencio obscuro y pestilente de la soledad. ¡Ahora!

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