La soledad es no vivir en presencia de Dios


La vida del hombre puede parecernos una continua paradoja. Dios está en todas partes, de acuerdo. Pero yo no lo veo.  Por eso es necesario cultivar en la vida la presencia de Dios, precisamente porque está ahí, aunque yo no vea.

No hacerlo de esta manera es, ni más ni menos, que vivir en soledad. Hay quienes creen que sólo los claustros de los conventos pueden facilitar ese encuentro con el Señor; desde luego. El apagarse del ruido, de las múltiples ocupaciones y reclamos de la vida diaria, ayuda a pensar mejor en el creador de todas las cosas. Pero ahí, en ese silencio del monasterio, se debe encontrar el modo de salir de los pensamientos sobre uno mismo, dejando el "yo" a un lado. De lo contrario, el silencio se convierte en un acicate para mejor enredarse en las innumerables encrucijadas del "yo" sin distracción alguna.

Así nunca nos encontraremos con Dios. Se trata de mirar a quien sabemos que nos quiere, aunque no se le pueda ver. Él sí nos ve. Para lograrlo, se deben abrir las puertas del corazón dejando que fluya lo ahí guardado. Esa  apertura se puede conseguir en medio de la calle, en el trabajo, si bien el silencio ayuda al recogimiento. Debemos considerar que Jesús dedicó 30 años de su vida a las labores artesanales, y tenía prisa en dar su vida para evangelizar  y redimir el mundo.

No podemos decir, entonces, que Jesús perdió el tiempo cuando sólo dedicó 3 años de su vida a las tareas de evangelización. Si guardamos esta idea en mente nos daremos cuenta del valor de encontrarnos con los demás en los caminos de la vida,  del trabajo y en las relaciones sociales, como acontecía cuando Jesús se hospedaba en la casa de Lázaro, de Marta y de María, o cuando lo hacía en las comidas con fariseos y publicanos. 

Con la excepción de los 40 días en el desierto antes de comenzar su vida pública, Jesús vivió con su familia en Nazaret  o en los caminos de Galilea, Judea y Samaria, donde procuraba siempre esa presencia de Dios, en especial cuando se levantaba antes del amanecer para hacer oración con su Padre, antes del ajetreo diario en donde a veces ni tiempo para comer les quedaba.

Entonces, sí, es necesario sacar un tiempo de oración cada día, para abrir el corazón  a quien siempre está a nuestro lado y ordenar las actividades dentro de lo posible; no vaya a ser que nos ocurra como al discípulo y fraile en el convento de san Benito quien llegó a ser el papa Eugenio III, y lleno de ocupaciones le advertía el santo que cuidara las muchas ocupaciones para no ser llevado por ellas a la "dureza de corazón". ¡Y era el Papa!




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