Érase una vez... Así comenzaban los cuentos cuando se solían contar

Ya no se cuentan cuentos, como antaño. Padres muy ocupados o analfabetos (en términos de sabiduría cuentista). Los niños se van a la cama porque los padres los llevan cuando ya se han dormido en frente de la televisión. Ahí es donde los niños se "entretienen" durante horas y horas. 

Pero esos otros cuentos, inventados por papá, sobre dinosaurios, por ejemplo, repetidos una y otra vez, siempre los mismos, le permiten al niño adivinar ya lo que va a venir en el relato, y, en vez de aburrirse, pide ahora, cada noche, hecho un ovillo en el regazo paterno,  oír de nuevo la misma historia que, si bien archisabida, no le cansa. 

El niño entendía de sobra lo que iba a ocurrir. Como si el entender fuera el regalo al haber creído (como de hecho ocurre en realidad). Primero se requiere creer; tener fe; luego se entiende  lo creído, como nos recuerda Isaías.

Por eso, quienes viven el apego a los media, al crecer, llegan a creer, firmemente, que la felicidad consiste en la contemplación (lo cual es verdad).., entendida como ver el recuadro de la televisión o el de una pantalla con juegos de toda clase, y piensan que en la vida se van a encontrar con las escenas vistas en televisión.

Del Dios de la fe apenas se ha oído  algo alguna vez, pero como algo de paso, junto a otras mil historias, sin consecuencia alguna. Quizá se quisiera creer lo que no se entiende, pero las cosas de fe no funcionan así. Por eso, se acaban abandonando  esos pensamientos inoportunos, nacidos de voces oídas al vuelo, para no perder el tiempo en cosas vanas.

Hoy estaba mirando  la televisión --lo confieso-- a la  espera del programa de noticias. En esa breve espera, pasaban un programa llamado Pasapalabra, emitido por una cadena de televisión española,  donde competían dos adultos todavía jóvenes. Consiste en adivinar el concepto correspondiente a una descripción dada por el el presentador. Como pista única se ofrece por turno una de las letras del alfabeto encerrada en un disco compuesto por iniciales del alfabeto, pues esa vocal o consonante forma parte del concepto a adivinar.

Quien acierta más palabras en menos tiempo, se gana una suma de dinero. Lo interesante para mí de este programa surgió cuando uno de los concursantes, capaz de ir y venir por el diccionario y dar con la respuesta exacta solicitada, se le pidió el nombre  de la fiesta más importante de la Iglesia Católica, celebrada anualmente, en cuya solución se encontraba presente la letra P. Este avezado concursante había respondido todas las veintitantas preguntas del disco menos dos. Una de éstas, correspondía a la letra  inicial P, y como ya se  habrá adivinado, se trataba de la voz Pascua. 

Este hombre se quedó a un paso de ganar el concurso, pero no pudo dar con la respuesta. Me quedé pensativo, y con la pena de ver a esta persona hecha y derecha, capaz de adivinar hasta lo inverosímil, permanecer mudo ante esta pregunta. Se puede aventurar que el concursante estaba desarraigado de toda cultura religiosa, pues provenía de un país donde hasta los niños suelen --solían al menos-- felicitar la "pascua" al concluir la Semana Santa.

Cuando se puede aprender el diccionario entero, como nuestro concursante, estamos ante un ejercicio de la memoria, donde no se necesita creer para retener lo memorizado.  Sin embargo, el niño mencionado al principio de este artículo,  había llegado a creer en los dinosaurios aunque jamás los había visto. Años más tarde  iría a buscarlos en los museos de historia natural.., y allí los encontraba.

El punto a sacar de esta alambicada descripción es este: no se puede encontrar aquello en lo que no se cree. Primero se precisa  la fe, aunque sea del tamaño de un "grano de mostaza"; con esa pequeñez se podrían mover a voluntad los montes  de una  a otra parte; y, también, se puede cambiar el mundo entero. Esta es el tipo de fe, de "creencia", que desemboca en la felicidad. 

Pero ver la televisión no lleva a la felicidad, porque no deja lugar a la contemplación. Quizá debemos volver al érase una vez.