Asistir a la coronación de una Reina

Sólo podemos imaginar cómo se hizo la coronación de María, cuando fue asunta al cielo.

Sin duda alguna, la recibió su queridísimo hijo. La tomó de la mano izquierda, y se les unió su esposo san José, quien la tomó de su mano derecha, como cuando se casaron en Nazaret.

Entonces, avanzaron unos metros y una infinitud de ángeles, marcaban el camino precedidos por su ángel custodio personal, feliz de verla en la gloria.

Habían pasado unos cuantos años desde la ascensión de Jesús al cielo y este nuevo encuentro. El corazón de María no se apartaba de pensar en su hijo. Sólo vivía para él, en la compañía de Juan, el discípulo amado de Jesús. Y pensaba también en su esposo José, partido de este mundo justo antes del comienzo de la vida pública de su hijo.

Ahora, tomada de la mano de Jesús y de José avanzan al encuentro de su esposo divino, el Espíritu Santo, artífice de su concepción y del amor derramado en su corazón para ser madre de Dios y de todos los hombres. La luz de su esposo divino dejaba un rastro indeleble marcando el camino hacia el Padre, creador suyo, quien había pensado todo desde antes de los tiempos, manifestado al hombre  justo en el momento del pecado original, a la salida de Adán y Eva, nuestros primeros padres, del Paraíso terrenal. Por eso algunos han cantado a ese pecado felix culpa, alegrándose por ser la causa de todo este despliegue maravilloso del amor divino.

Nadie podía haber imaginado siquiera que todo un Dios, ofendido por el hombre, no porque el pecado pudiera cubrir la distancia infinita entre él y su creador, sino porque el amor infinito divino se había abajado  por el amor que tenía al hombre, su creatura, hasta lo más profundo de la creación. Sólo el amor podía recorrer esa distancia para salvar al hombre de su irreparable bajeza, al quererse hacer como él cuando acepta el fruto ofrecido por el maligno, Luzbel, ese ángel irremediablemente caído por su soberbia al verse creado con tanta belleza.

Ahora todo volvía a su ser, pero el orden original de la creación se había elevado muy por encima del plan original en el momento de la aparición del hombre. Una mujer, radiante, bellísima y humilde, avanzaba hacia el encuentro con el Padre, para ser coronada como reina y señora de todo lo creado por la Trinidad Beatísima. Nadie en el cielo ni en la tierra ha alcanzado ni alcanzará este regalo sin igual: la madre de la segunda persona de la Trinidad, Jesús, desposada con el Espíritu Santo, es la hija predilecta del Padre, aquella que iba a dar a luz en una cueva de Belén al Salvador del mundo.

Los ángeles que cantaron al nacer Jesús, entonan ahora una melodía compuesta por la visión del amor, pero  ahora, acompañados por todos los coros de la corte celestial. José, como si estuviera de nuevo en uno de sus sueños, no alcanza a creer lo que ven sus ojos: el amor de su vida, la pobre esclava del Señor, es la Reina del universo, y de los ángeles, y de todos los santos. La alegría en el cielo, en ese momento, es indescriptible, como nunca antes lo había sido y, quizá, como nunca jamás se vuelva a dar.

Los pastores y los Magos de Belén, comienzan a descubrir quiénes eran realmente aquellos tres personajes de la cueva: nada menos que, el hijo de Dios vivo, su madre santa María, y el silencioso José, padre virginal de aquel encuentro. La soledad de aquel momento en la tierra, se convierte en una visión inexplicable: toda la Trinidad se vuelca en la recepción de María y la coronan como Reina. Entre los asistentes a tal acto estarán todas las reinas de la tierra, sí, esas reinas santas que vendrán después, porque este momento en la eternidad no pasará nunca.

Ahí veremos a nuestra madre del cielo. Ella nos espera, pues es nuestra esperanza. Con su capacidad de intercesión, inigualable por creatura alguna, rogará como en Caná, delante de su hijo amado, que estos hijos de la tierra, "no tienen vino". Y Jesús, haciendo gala de su misericordia infinita, dará lo necesario, sin merecerlo, a cada uno, para poder acceder a esa contemplación inefable.

Mientras, en recodo del cielo, el grupo de ángeles del portal de Belén habían tejido una corona con doce estrellas para regalo a su reina. Finalmente, todo el cielo  arrodillado, contemplaron cómo el Pare, el Hijo y el Espíritu Santo colocaban la diadema sobre la cabeza de María, nuestra madre.


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