La serenidad de la fe, frente a tantos que, inquietos, no descansan






Los reptiles reptan, como su nombre indica. Se cuelan por las rendijas y se confunden en las sombras del paisaje con cualquier elemento del entorno. 

De aquí podríamos sacar una importante lección. No son los reptantes fruto de su ambiente; por el contrario, usan de él para vivir, confundir y parapetarse.

Algo semejante ocurre con las discusiones, cada vez más frecuentes, de asuntos teológicos. No se discute formalmente el dogma, dice Ratzinger, pero se señala el "condicionamiento cultural" de todo lenguaje humano. Es decir, todo lo que decimos sobre una verdad de fe, podría, en principio, ser digno de encomio. Sin embargo, como el embalaje de esa pretendida verdad va cubierto por los matices propios de una cultura determinada (¡y hay tantas!), se debería, dicen,  ir poniendo a punto esa verdad con el objeto de evitar las deformaciones, debidas a los cambios operados en el lenguaje, que, como envoltorio frágil, presenta la verdad anunciada. Algo así como decir: "el hábito hace al monje".l

En esta analogía, la fe se iría "condicionando" según el curso de los tiempos. Sin embargo, en esta historia sin fin, la verdad, inaccesible al hombre en su plenitud, debe convivir con la pequeñez del hombre, humildemente, pues se encara con lo "eterno". Es la "ideología" la que se adorna según las modas de cada tiempo.

Por tanto, cuando los reptiles se arrastran para intentar colarse por las rendijas, la verdad de la fe es el asidero de los humildes frente a las propuestas nuevas que tratan de inquietar el corazón del hombre. La presencia de Dios siempre serena el alma, y él está presente en esa verdad de siempre y para siempre. La "teología" sigue así en camino de la fe junto con el resto de los creyentes con quienes forma comunidad.

De esta manera, por medio de la "libertad interior" el creyente se hace uno con las propuestas de la fe, donde la voluntad asiente ante esas presentaciones venidas desde lejos y duraderas por siempre.







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