¿Cómo llegar a ser santo..., "casi" sin querer?



Antepasados nuestros, se veían así, a la hora de representar su vida ordinaria.



Con unas cuantas excepciones, el "deseo" de ser santos alberga en el alma de muchos. Sin embargo, cuando exploran su vida, encuentran aquí y allá motas de polvo, manchas, agravios, rencores..., sin contar todas aquellas consecuencias causadas al prójimo por los pecados cometidos. 

Ante tal panorama, surge en muchos la desesperanza. Se ve la "puerta del cielo" como algo real pero escondido en la bruma del bosque. Santa Teresa creía, sin presunción alguna, tal como nos lo cuenta en sus versos, a punto de robar el cielo: "..y tan alta vida espero, que muero porque no muero". Quizá para atemperar ese ánimo el Señor le enseñó el lugar reservado para ella en el infierno, si no se portaba de acuerdo a su voluntad. Nunca se le borro de la memoria esa imagen horrible de soledad y de dolor.

También, tres siglos después, Teresa la chiquita, la de Lisieux, en la Normandía francesa, se creía incapaz de alcanzar el cielo debido a su pequeñez espiritual, pero se inventó el recurso del "abandono" en la misericordia divina. Y logró en su pequeñez alcanzar la santidad y ser nombrada doctora de la Iglesia, sin alardes de ningún tipo durante sus 24 años de vida, sólo ocho de ellos en un convento de carmelitas.

Todos los santos han muerto con una gran paz en su alma. Desde el primer santo canonizado por el mismo Jesucristo, "el buen ladrón",  quien supo robarle el corazón a su compañero de patíbulo con un par de palabras.

Por eso se repite desde el primer momento, la invocación en la Misa dejada por los labios de un pagano romano: "Señor, yo no soy digno..., pero di una palabra y mi alma quedará sana". Es la misma idea encerrada en la suplica del paralítico: "Señor, si quieres, puedes curarme". El "quiero" de la respuesta, no exige nada a cambio, pues la fe había sido probada. Además, "para Dios no hay imposibles", y esta verdad se corresponde con el "todo lo puede quien tiene fe". 

Es muy posible que, el paso por el purgatorio para un creyente muerto en gracia, cuya vida haya discurrido por la senda de, bien,  no se dé porque el Señor suele concederle la gracia de purgar en vida todo lo necesario. Sin embargo, cuando Lucía, la vidente de Fátima le preguntó a la Virgen por una amiga suya, fallecida recientemente, le contestó: "Ella estará en el purgatorio hasta el fin de mundo". Sin duda, su salvación fue una gran gracia concedida por la intercesión de María, aunque no sabemos los detalles de su vida, vivida en un pueblito portugués, apartado de la civilización, en los albores del siglo XX. 

En efecto, no se puede jugar con la salvación personal ni la de los demás, si bien una palabra basta. La viuda desconsolada de un habitante del pueblo de Ars, localidad cercana a Montpellier (Francia), por el deceso de su marido al arrojarse de un puente, recibió del santo Cura de ese pueblo, un consuelo esperanzador: "Entre el pretil del puente y el lecho de río hay tiempo para un acto de contrición".


La santidad queda muy lejos de las posibilidades del hombre, pero debemos fijarnos especialmente en la vida ordinaria de quienes, por gracia (no hay otra manera), alcanzaron las cotas más altas de la perfección: José y María nunca hicieron milagro alguno o llamaron la atención por su estilo de vida. Vivieron como uno más en una aldea insignificante de Galilea.

Entonces, basta con querer ser santo, peo quererlo en serio. El Señor hará el resto.





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