La unidad de la persona es la paz en la tierra

No se puede evitar a veces,  con una visión realista, la sensación de desmoronamiento de la sociedad.

Encontrar la causa es emprender una ardua tarea. Pero, como estrategia, podemos comenzar por lo más pequeño y débil: la persona. Las concepciones simplificadas y miopes de la persona, llevados por un análisis incluso científico,  a manipularla de tal manera, como si de un artefacto mecánico se tratara, sobreseyendo el cuidadoso proceso de su creación, realizada por el mismísimo Dios, no de un  "algo", sino de alguien, semejante a él, con un resultado sobresaliente. Mientras cada etapa de la creación le pareció algo "bueno", en el caso del hombre lo juzgó como muy bueno. 

Como si Dios mismo se "asombrara" del logro salido de sus manos.

En las cuestiones mecánicas, se puede considerar una parte con independencia de la otra. Por eso se pueden reemplazar las piezas según su desgaste. Estamos ante una idea aceptada ampliamente porque la experiencia nos recuerda la conexión del todo,  logrado al ir construyendo y ensamblando  cada parte. Sería imposible producir una unidad sin ensamblar, uno a uno, los componentes.

Pero en el caso del hombre no es así. Aunque tenga partes, cuerpo y alma espiritual (sólo Dios es "simple"), no se pueden separar sin menoscabo del conjunto. La separación produce la muerte del hombre, y la parte espiritual, por serlo, permanece, podríamos decir, "esperando" la reunificación: una espera con fundamento esencial,  aun sin saber cómo se vaya a dar esa  unión.

Esa "espera" no se fundamenta en la virtud teologal de la esperanza, sino en el amor de Dios al hombre. Por ser así,  el amor perdura al acabarse el tiempo, y se "sabe" al saltar de la dimensión temporal, ocurre lo inesperado: la recuperación de la unión esencial del hombre, alma y cuerpo, no por inercia, sino por voluntad divina.

Entonces, no podemos nadie trastocar el plan divino, cegando las fuentes de la vida y, luego, segando esas vidas concebidas. Como si se tratara del GPS, cuando se  trastoca una ruta, Dios se las "ingenia" para cumplir su plan de otra manera. Pero nunca se puede substituir un hombre por otro. Los planes se realizarán, aunque con mediaciones distintas.

Alterar este plan, significa introducir un "desorden". Se sustituye la voluntad divina por la humana. Pero esto no es lo peor. Lo peor consiste en llegar a pensar de la superioridad de la voluntad humana porque, a fin de cuentas, no pasa nada. El mundo sigue igual.

Cuando son muchos quienes así piensan y obran en consecuencia, el "desorden" introducido en la creación se multiplica, alcanzando cotas extraordinarias. Por eso, una de la peticiones del "padrenuestro" ruega para evitar este alterar el plan divino por el humano.

Se puede entender así, la grandeza de las "cosas pequeñas". Cualquier "cosa", con independencia de su pequeñez, importa muy mucho si coincide con el plan divino para conservar el orden previsto. Pero se convierte en  inmensidad  cuando ese algo pequeño se desvía de ese plan por el desorden acaecido en esa decisión humana, es decir, en un re-hacer a lo humano el plan divino.

Por tanto, intentar separar en vida la unidad de alma y cuerpo es el mayor sinsentido de cuantos pudieran suceder. La unidad creada por voluntad divina se desgaja con cada intervención humana alejada de su plan. Al principio la conciencia protesta y deja oír su voz. Luego, al repetirse estos sinsentidos, las protestas suenan como un eco lejano. La obstinación en estas conductas acaba por insensibilizar la conciencia.

En conclusión, las cosas pequeñas importan muy mucho porque si se descuidan introducen un desorden, magnificado en la misma proporción del número de quienes hacen su voluntad. Sin embargo, la unidad de la persona se afianza al cumplir el deseo divino, y la felicidad en esta vida se multiplica también en relación con ese orden conseguido por ese acto, pequeño o grande.

La paz en la tierra se consigue así, al comenzar a respetar la unidad personal de acuerdo con la voluntad divina. Dicho de otra manera, en esto consiste la santidad, en esa coherencia de vida entre lo que Dios quiere de cada quien en medio de sus ocupaciones ordinarias.








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