¿Desamor?: Al aceptar la espera de la Navidad renace el amor



María, madre de Dios y madre nuestra, espera.






La Navidad es una época especial del año en toda la tierra. Por eso tiene un tiempo especial para prepararla.

Todos los cristianos viven esta espera. Quienes no lo son, la miran quizá desde su lejanía particular con asombro. La falta de espera, el vivir sin el Dios verdadero, cansa, deja la vida sin esperanza y sin sentido. Valdría la pena vivir, entonces, por si acaso, como si Dios existiera.

Ese tiempo especial del Adviento comienza el próximo domingo, el primero de las cuatro semanas de duración antes de la Navidad. Adviento significa "llegada".

Llegada ¿de quién? Durante miles de años se esperaba a una persona; no se trata de algo sino de alguien. Llega el creador del mundo y también su redentor.

Creador, porque la razón del hombre no es un producto de la evolución. Nos remite a la presencia de una Razón creadora, pues la materia no puede dar su carencia. De donde no hay no se puede sacar, dice el dicho, y la dimensión espiritual del hombre requiere de un espíritu superior capaz de dar la vida.

Pero se trata, además, del redentor. El hombre por sí mismo no puede alcanzar la gloria. Es un salto infinito. El creador es bueno,  y, sin merecerlo, nos destina al crearnos a esa felicidad eterna.

Sin embargo, el hombre sucumbe en el Paraíso ante la tentación del diablo, un ángel de luz inteligentísimo condenado por su soberbia para siempre junto a millones más a ese lugar creado específicamente para ellos a causa de un pecado intelectual contra su creador. La creación del infierno eterno da una leve idea de la gravedad de la  transgresión en la  "prueba" puesta por Dios a los ángeles para ganarse la felicidad eterna ejercitando su libertad.

El hombre, sin embargo, con su caída, merece la expulsión del Paraíso donde estaba, pero ahí mismo se le da la promesa de un redentor. Tal es el despliegue del amor divino por el hombre.

La pregunta obvia resulta al considerar dos aspectos: cómo el hombre, criatura finita, puede llegar hasta Dios con su pecado. Y, el segundo aspecto viene de comparar el ángel caído, sin remisión posible, con el hombre. Uno sin redención; el otro sí.

El problema de la "distancia infinita" cubierta por el pecado finito del hombre pero capaz de ofender  a Dios, se resuelve si se considera el amor de Dios: este Dios se abaja a la altura del hombre por el amor que le tiene y, así, la ofensa es capaz de alcanzar por la "cercanía" a su creador. La cercanía de Dios la vemos de una manera gráfica cuando la Sagrada Escritura nos narra cómo Dios mismo pasea  con nuestros primeros padres, Adán y Eva, por el jardín del Edén. Este dato nos habla de esa intimidad donde las distancias se disuelven por el cariño. Y la ofensa se siente más cuanto viene de quien más se ama.

En el caso del ángel, el pecado cometido es de tal naturaleza como para cerrarse voluntaria y herméticamente a la cercanía divina. Es el diablo, en su libertad, quien se cierra e impide la acción de una gracia. No se trata de ver a Dios queriendo más al hombre que al ángel caído. Mientras en el pecado del hombre hay "debilidad" sin cerrazón, en el caso del diablo se da un hermetismo querido para no dar a Dios la "gloria" debida, impidiendo así su entrada. Quien le había proporcionado la libertad  para abrirse a Él, no podía quitársela ahora por despecho, algo incompatible con ese Dios-amor, inmutable.

Entonces, si  seguimos estos razonamientos, la Navidad celebra la "llegada" del redentor esperado durante miles de años para salvar al hombre, haciéndose como uno de nosotros,  llegando al extremo de sufrir lo indecible por amor.

Si se suprime el amor de nuestra vida en este tiempo de preparación, Advientoequivale a eliminar el sentido de la Navidad. Al menos ese es el mensaje recibido por los pastores de Belén, vigente hasta hoy: "Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que él ama", cantaron los ángeles en los campos de Israel, según nos cuenta el evangelista Lucas.

De acuerdo con esa estrofa podemos deducir que el diablo,  se negó a dar a Dios en el cielo la "gloria" debida, y al cerrarse al amor que une, se condena él mismo irremediablemente. El hombre, siguiendo con el estribillo angélico, sigue siendo querido por Dios;  tiene por tanto una segunda oportunidad si corresponde a ese amor del que ya viene, aunque tenga mil caídas, pues ha venido "a buscar a los pecadores".

El Dios con nosotros, Enmanuel, nos conoce. Y espera. El amor siempre espera.




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