La historia de dos ciudades: el amor y la cantidad.

La trama admirable de la obra de san Agustín, obispo de Hipona (354-430), La ciudad de Dios, toca, en esencia, esa historia nuestra, la de cada uno, no importa el tiempo de su estancia en la tierra. Trata de la "ciudad de Dios" y de la "ciudad de los hombres" (distinta de la Historia de dos ciudades, de C. Dickens)

El mundo de lo material amenaza con sepultar el mundo del espíritu. Sabemos el resultado final: el triunfo de los valores del espíritu sobre todas las asechanzas del mal. Esta es la gran noticia: el triunfo final del Evangelio. Pero, en el intermedio, en esa lucha por descubrir a todos esa verdad, nadie quedará inmune de las penalidades y sufrimientos a sufrir por la defensa de la fe.

De ahí, la fama de este libro, siempre tan actual. Hoy nos vemos acosados por diferentes ideologías, cuyo compromiso por la verdad es nulo. Se usa de la ideología, precisamente, como un velo para ocultar el rostro de la verdad.

En la ciencia, en la filosofía, en la opinión pública sobretodo, se elaboran, día con día, el entramado de la cultura de los países. Cuanto más material se vuelve la cultura, tanto más lejanos quedan, en el pensamiento y en la vida, las líneas maestras del crecimiento interior de la persona. La división de la unidad del hombre, cuerpo y espíritu, siempre es un mal. Y, a la inversa, cuanto más se incorpora al paradigma del hombre  su dimensión  espiritual, su verdadera forma, se va haciendo  posible la apertura de una rendija para dejar pasar ese rayo de luz de esperanza portador de la semilla de donde nace la unión de pueblos y de las personas. La caridad, el amor, es una dimensión del espíritu.

Esto es así porque las tensiones entre las líneas del pensamiento, convergen por el amor. Entonces, cuando no se niega la verdad de la persona de su componente espiritual, no se mutila el vínculo que la hace posible al abrirse a la trascendencia, a la posibilidad de descubrir la grandeza del otro en su concepción original. De ahí  la entrega al otro, siempre una persona.

En la vida espiritual hay siempre espacio para la reconciliación de los contrarios, pues se cede en lo no esencial para la fe y para la convivencia. Donde está el amor, se liman las asperezas del egoísmo y se da lugar al perdón.

Pero el perdón implica reflexionar, y para tal actividad se requiere tiempo. Es el gran mal de nuestros días. Implicados en tantas cosas urgentes, apenas tenemos deseos de levantar la cabeza y fijarnos en el próximo. Las llamadas , bien llamadas redes sociales, atrapan sin dar lugar a un respiro.

Al  reflexionar nos protegemos contra la incursión de factores externos, ajenos al objeto de nuestra ponderación. De esta manera, la inteligencia se limpia de adherencias y  capta la realidad en su más límpida expresión. Entonces, se va descubriendo en este proceso de reflexión cuánto del mal ajeno no es sino una deformación de la percepción personal debido a la falta de cuidado en nuestro enfoque. De esta manera, el perdón, sin negar la malicia potencial de los actos ajenos, se adelanta con soltura en la relación con los demás al restarle a nuestra interacción lo que no es, esas filtraciones salobres debidas tantas veces a la sobrecarga impuesta por la indiferencia ante los demás y sus problemas.

Cuesta explicar si no la abundancia de conflictos alrededor del mundo, en culturas tan diversas. En el fondo es el hombre, el mismo hombre, debilitado por su falta de realismo debido a esa tan limitada reflexión, la causa de tantos males.

La reflexión anida en el espíritu, y los factores relacionados con la cantidad impiden el silencio necesario para su gestación. Pero es siempre la unidad de un espíritu encarnado. La arrogancia del espíritu lleva al desprecio de la materia (quizá por estos rumbos navegó la caída de los ángeles) y ésta por sí sola se enfanga en la evolución del barro.




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