Entre corrupción y contaminación se va la vida

No deja de asombrarnos el rumbo de las acciones humanas. La acción es un hecho, algo realizado. El signo es...otra cosa: un referente material de algo que bien pudiera no enconsertarse solamente en el plano material. Por ejemplo: la palabra es un signo de una concepción intelectual. La liturgia es el acompañamiento material, expresión, conocimiento participativo de una realidad.

De esta breve consideración, insuficiente a todas luces, podemos sin embargo aclarar una referencia de Beatrice Delvaux, jefa de editorialistas del periódico belga Le Soir, cuando cita al político, también belga, Herman van Rompuy, quien fuera presidente del Consejo Europeo: "En política, una palabra siempre es un acto".

Lo rotundo de esta afirmación, no deja de sorprendernos, más cuando quien la profiere es un dignatario de gran calibre, y quien la cita, representa a un medio de comunicación de solera. Pero, no podemos dejar en manos de los políticos, por brillantes que fueran, también los intrincados vericuetos del lenguaje

El lenguaje humano comienza desde el momento en que una imagen mental de la realidad  se encarna como "palabra interior", si seguimos a Josef Pieper en este discurso, filósofo alemán, que estuvo siempre a vueltas con la palabra. Si bien la palabra es un signo, encierra en su ámbito la "sustancia" de la realidad. Pero esta verdad, no la concierte en un acto, como reclama van Rompuy.

Pero, ayer leíamos precisamente una enmienda evangélica a la expresión concreta de un acto, proclamado en sexto lugar por las Tablas de la Ley: "No cometerás adulterio". El adulterio es una acción concreta, en donde, sin extenderse innecesariamente a otros actos de la misma especie, se nos dice que el acto sexual se reserva únicamente a la unión esponsal entre un hombre y una mujer.

La concreción evangélica, sin embargo, afina más y deja claro que también quien desea a una mujer en su corazón, comete adulterio. Es decir, el deseo se equipara a un acto. Entonces, la palabra podría alcanzar el rango de acto cuando va acompañada de un deseo, no cuando viaja por sí sola, como expresión de la cosa real de la que es signo.

Por esta razón, no podemos dejar también  el lenguaje en manos de los políticos. El lenguaje da a conocer una verdad. De ahí el peligro de rechazar la palabra, cuando verdaderamente lo es, en especial, si esa palabra es revelada, de origen divino. 

Vistas las cosas de este modo, se puede argüir que quien comunica tiene el deseo de establecer un puente con el receptor por medio de un "signo audible" referido a algo real, que se "muestra" de esa manera. Es decir, la naturaleza de ese "mostrar" y el deseo de hacerlo, no representan acción alguna ni el deseo  de "coaccionar" a quien la recibe. 

Por el contrario, es uno quien se persuade a sí mismo, e inclina su voluntad en una dirección concreta, quizá en esa dirección apuntada por quien la emite. La escena del Paraíso castiga a la "serpiente" no por mostrar el fruto prohibido, sino por mentir, y a la mujer por desobedecer. La palabra sólo es digna de tal nombre, cuando se refiere a la realidad en su discurrir de la cosa a la inteligencia. Pero, cuando la decisión pasa por el corazón, cuando la voluntad inclina a esa presentación, entonces se convierte en acto.

En la jerga de la persuasión se insiste en este ángulo de la palabra como encaminada a torcer, influir, la voluntad del receptor, y se olvida la esencialidad del intelecto en este proceso de recepción, limitado a recibir esa noticia sobre algo. 

Así las cosas, señores políticos, la palabra nunca es una acción, por muy "belga" que sea quien lo afirme. Agentes perturbadores hay muchos, pero uno es quien decide.




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