El valor del silencio en tiempos de ruido

Los cuentos de antaño comenzaban así: Érase una vez...

El silencio solía ser. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué poco bastaba para ser feliz!: siempre había tiempo

La falta de electricidad empujaba al aprovechamiento de las horas de día (si bien Kant solía, en su senectud, culpar a cualquier manifestación eléctrica de todos sus males) Después de la comida y un rato de conversación, venía el paseo por el campo, en medio de un gran reposo, sin oír el rugir de los motores por lado alguno, sin competir en los pasos con las marcas establecidas para ese recorrido. Al atardecer, la campana de la iglesia del pueblo avisaba del rezo del ángelus vespertino, repitiendo el repicar del amanecer y el del mediodía para detenerse un momento de las tareas de diario, y recitar la plegaria mariana, conocida desde la niñez. Tal como Millet nos pinta la escena en la campiña francesa. Luego, venía la hora de emprender el regreso a casa. Las mujeres en la cocina, comenzaban a encender los fogones para la cena, arrimando los troncos ya secos, mientras los gatos, con la rabadilla vuelta al fuego, dormitaban alrededor.

Entonces, se apreciaba el valor del silencio. La oración brotaba del alma de forma más natural, como el agua de la fuente. Siempre se hallaba el alma disponible, lista para la escucha. Así culminaba el día de ajetreo y renacía la paz, una paz escurridiza en los avatares del siglo IV, la tranquilidad en el orden, como la definía el obispo de Hipona. Como en el siglo XVIII la intentaba buscar Kant en sus paseos vespertinos (y quizá en el último libro leído en su vida, venido de la pluma de  san Agustín) por los bosques aledaños a la ciudad de Königsberg en los meses de primavera y verano, quizá pensando en la charla durante la cena con los estudiantes que solía invitar  a su mesa, rematada con una café, que debía "servirse al instante", más cuando con la edad, iba perdiendo el sentido del tiempo y la calma. Su impaciencia habitual culminó con un "Basta ya"; fueron sus últimas palabras, el 12 de febrero de 1804. Eran las 11 de la noche cuando se le acabó el tiempo, a los ochenta años de edad. 

Había tiempo para pensar, para decantar las ideas y rodearlas de una presentación digna en  la orfebrería de los argumentos. Ese silencio se puede encontrar hoy en la oración, si la persona se sabe sustraer al ritmo de vida imperante. Es tan necesaria como siempre (ya en aquel tiempo Jesús se levantaba antes del alba para irse a un "lugar solitario" para orar), y fluye mansamente cuando se logra un cambio de escenario si de verdad se quiere aprovechar el tiempo

El ruido no ceja desde el punto de la mañana, especialmente para quienes viven en las ciudades, grandes urbes millonarias en ciudadanos y automóviles. Exige la oración dar un salto del trajín de la mañana o de la tarde, para meterse en alguno de los sagrarios guardado en alguna iglesia. Es como romper la barrera del sonido.

Es de esta manera cómo el hombre, todos los hombres sabios de la historia lo hicieron, se acercan a Dios mismo, de donde han salido todas las coas. Al acercarnos a Él,  nos conocemos mejor, conocemos las cosas, y vamos alcanzando la claridad buscada por la Ilustración de la primera verdad.










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